La vida cotidiana en una ciudad es para la mayoría de sus habitantes una permanente caja de sorpresas.
En la calle y en los autobuses puede pasar cualquier cosa. Desde el despojo del celular, el tirón a una cartera, maletín o mochila, hasta el acoso de los vendedores ambulantes.
Es verdad que la venta informal refleja un fenómeno de fondo: la falta de empleo y esas cifras, como ha quedado registrado en los reportes oficiales, son demasiado altas.
Pero los vendedores ambulantes debieran observar ciertas normas de respeto a los demás. No tomarse, invadir veredas e interrumpir el paso de los peatones. No hostigar a los viajeros del transporte público y menos todavía intimidarlos para que compren sus productos.
Para evitar esa tensión, los agentes metropolitanos de Tránsito recuerdan la prohibición de hacer ventas a bordo de los autobuses.
Ese recordatorio muchas veces termina en un altisonante cruce de palabras entre los agentes y los vendedores y hay casos de agresiones sangrientas, como las relatadas por este Diario en su edición de ayer.
Los datos son alarmantes. 362 agentes fueron agredidos por vendedores informales el año pasado. El 90% de los funcionarios sufrió algún tipo de agresión. Eso es inaudito.
Si bien es cierto que los agentes deben tratar con respeto a las personas y a los vendedores incluidos, la reacción violenta causa alarma.
Las reyertas muchas veces terminan con detenidos. La Secretaría de Seguridad del Cabildo explica que busca, mediante un convenio con la Policía, el Consejo de la Judicatura y la Fiscalía, sanciones más fuertes que las existentes actualmente.
Además, se impulsará la preparación en defensa personal, uso de armas no letales -como toletes y gas pimienta- a los agentes.
Todo esto es preocupante. Un alto número de agredidos y la respuesta irremediable de mayor acción y preparación de los agentes en el uso progresivo de la fuerza es un síntoma. Nos hace falta cultura cívica para una convivencia armónica y respetuosa. Una carencia social de fondo.