El deporte es una actividad que une al país. Lo ha hecho el fútbol a través de la Selección ecuatoriana y ahora lo
están haciendo nuestros deportistas que participan en los Juegos Bolivarianos de Valledupar, en Colombia.
Ellos disputan los primeros lugares y ganan medallas (oro, plata y bronce), con lo que demuestran el esfuerzo de las miles de horas de entrenamiento en los últimos años.
Esos triunfos estaban pasando inadvertidos, opacados por el paro nacional que copaba los espacios de los noticieros de televisión, radios, portales digitales y diarios impresos.
Detrás de esa centena de deportistas que compiten en Valledupar hay muchas historias de persistencia y sacrificio. El ejemplo que dieron los ciclistas Santiago Montenegro, Benjamín Quinteros y Sebastián Novoa al desplazarse en sus bicicletas desde Cayambe hasta el aeropuerto de Quito, en medio de las limitaciones de movilidad, refleja que querer es poder. O la medalla de oro que ganó Miryam Núñez con la bicicleta prestada, porque no tiene una para la prueba de contrarreloj.
El deporte también ha sido una puerta para mejorar la calidad de vida de los deportistas y sus familias, porque reciben dinero a través del Plan de Alto Rendimiento y de las federaciones provinciales. Puede que sea insuficiente, pero los ayuda para sostenerse y mejorar sus proyecciones en sus distintas actividades.
En Colombia compite una generación que se proyecta a los Juegos Olímpicos de París 2024, en la que están íconos como Neisi Dajomes y Tamara Salazar, medallistas olímpicas en pesas. Ellas están rodeadas de una nueva generación –en su mayoría entre 17 y 27 años– en distintas disciplinas, que necesitan el apoyo logístico y económico.
Lo ideal es que a través de la experiencia de los Juegos Bolivarianos, independiente de la posición que se ocupe en el medallero, se amplíen los planes de educación integral; hay que seguir reclutando a niños y jóvenes de distintos sectores del país y convertirlos en talentos. Esa también puede ser una forma de construir y aportar a la sociedad.