Uno de los ejes de los cambios en la arquitectura constitucional promovidos por el Gobierno de Alianza País, y la razón de ser de la reforma, era establecer la participación ciudadana.
Para sustentar el discurso se atribuyeron los problemas del poco desarrollo político del país al viejo poder y a su estructura. La clásica concepción del Estado de derecho, los pesos y contrapesos y la estructura de los partidos políticos fueron puestos como responsables de los grandes males y se buscaron propuestas novedosas adornadas con el eslogan de “revolución ciudadana”.
Con ese concepto la gente se animó. Apoyó el esquema de nueva Constitución, le dio un espaldarazo político al “proyecto” y se promovieron la intrincada nomenclatura y los procedimientos para la selección de autoridades y veedurías ciudadanas que califican a los candidatos.
Pero pocos imaginaban que la proclama solo se quedaría en el discurso. Lo primero que sucedió es que el poder político no supo mantener sus manos fuera de las instituciones. Muchos de los delegados a distintas instancias tienen evidentes vínculos con el poder de turno; entonces se sustituyó al viejo poder de los partidos por “nuevo poder” del movimiento. Así la independencia se condena. Nadie garantiza que las propias veedurías contengan una participación plural y que los nuevos aspirantes a las distintas funciones reúnan las características de probidad moral, calidad intelectual y académica, pero sobre todo autonomía del poder imperante para responder a las demandas ciudadanas despojándose de las presiones políticas o los intereses coyunturales.
El proceso de participación ciudadana quedó en la proclama y en los buenos propósitos. Hoy naufraga cooptado por el poder de turno.