El país sintióconfuerzaeldesate de la protesta más violenta de su historia reciente. La medida de liberar los precios de los combustibles, para tratar una economía enferma por el fracaso del modelo de dispendio de la década pasada, no midió la reacción social.
Ecuador lleva años de subsidios pagados con plata de todos, especialmente de los más pobres. Del contrabando se enriquecen mafias y muchos poderosos.
Los propietarios de buses y camiones, que son un poder económico, decidieron parar aun cuando habrían aceptado ajustes tarifarios.
Sincronizadas empezaron las marchas desde varias provincias de la Sierra, con más de 8 000 indígenas. Bloquearon vías, pararon la producción industrial y de exportación. Hubo saqueos y boicot laboral.
Los indígenas llegaron a Quito sin impedimentos, pese al estado de excepción. Los violentos se ganaron las cámaras y su voz estridente divulgaba las posturas más radicales. Unos pedían derogar el Decreto 883, otros buscaban la renuncia del Presidente.
La violencia dio un giro inusitado el 12 de octubre, con atacantes con palos, lanzas con pinchos, miles de llantas para alzar hogueras y lluvias de piedras, bombas molotov y hasta bazucas y escudos, cuya confección tarda tiempo y cuesta dinero.
Las misiones de Naciones Unidas y la CIDH llegan, miran expedientes, toman testimonios y relatos y ven videos jamás advertidos desde fuera.
Se informan sobre los muertos -quizá cuenten con las autopsias sobre las causas de los decesos-. Saben de los heridos y detenidos, de los liberados con rapidez. Registran los datos de muchos manifestantes -pacíficos unos, violentos otros- y también saben de los policías y soldados heridos, humillados, secuestrados.
Harán su informe. Allí se sabrá si recomiendan caminos para recuperar el debate civilizado, si consignan lo ocurrido con medios atacados y periodistas asediados e incluso impedidos de contar los hechos, como si la intención hubiese sido desinformar y a la vez desacreditar. Ojalá el informe sirva para saber objetivamente qué pasó con los DD.HH.