El dolor del país tiene hoy una cita en Guayaquil. La marcha funeral por las víctimas de la violencia la convocan los padres que perdieron a sus hijos.
Ningún dolor es igual a la pérdida de un hijo; solamente quienes lo han padecido lo saben. Y si ese hijo fue arrancado de sus manos por la violencia generada por la delincuencia, el dolor desborda en indignación y la demanda colectiva se vuelve un clamor.
Ya es hora de que todos asuman sus propias responsabilidades. Gobierno y Policía, jueces y ciudadanos. No podemos aguantar más.
Por eso, es difícil explicarse que ante el gran sentimiento nacional de una urgente y efectiva acción de lucha contra la delincuencia, la respuesta sea una propuesta política que va a dilatar la solución del problema por más de dos años. Urge una repuesta ante la situación de la Policía, pero la solución no estaría en cooptarla para el poder político.
Es vital una reestructuración de la arcaica institucionalidad de la justicia, pero la solución no está en prolongar la agonía que procuró el proceso de transición. Mucho menos en buscar una salida que consolide la interferencia de la política sobre los operadores de justicia, cuando las promesas de cambio ofrecieron superar esa práctica corrupta endilgada al pasado de los partidos políticos.
Hoy ese pasado ya no está más. El pasado son los cuatro años del presidente Correa, su nueva Constitución y sus mecanismos impotentes para atender lo que a los ecuatorianos más importa: la seguridad que está en soletas.
Hoy se marcha en Guayaquil por el dolor de sus hijos caídos, víctimas de la inseguridad que esta ‘revolución ciudadana’ busca enmendar con la avalancha de otro llamado a las urnas.