Ayer, el Gobierno anunció que vetará alrededor del 70% de la Ley de Comunicación que aprobó la Asamblea Nacional. Sorprende que no la vetara totalmente, como ocurrió con la Ley Humanitaria. El presidente Guillermo Lasso, desde que comenzó su carrera política, se mostraba como un defensor de la libertad de expresión y en contra del ejercicio autoritario durante la década en que el correísmo administró este país.
De cualquier modo, el veto se presentaba como algo necesario. La ley que se aprobó en la Asamblea, aupada por Unes, el movimiento que abriga al correísmo, es una afectación al mayor de los derechos humanos: la libertad. Y dentro de esta, se encuentra la de expresión, que no es otra cosa que la de palabra y pensamiento, características esenciales del ser humano.
Querer controlar el pensamiento sería uno de los mayores males para la humanidad. La uniformaría: los seres no seríamos semejantes, sino iguales. Seríamos como esas imágenes de futuros distópicos en los que funcionaríamos maquinalmente.
Una de las falacias con que se ha pretendido llevar adelante
leyes de comunicación como esta es que frenaría cualquier
abuso que cometen -así sostienen- los medios de comunicación. Pero es un error creer que la libertad de pensamiento tiene que ver solamente con los medios.
Diarios, radios y canales de televisión son apenas unos de los tantos vehículos que tiene el ser humano para expresar lo que piensa. Nacieron de la profunda necesidad de informar y conocer los excesos del poder, las consecuencias de sus actos, las
disputas políticas, pero también las cosas buenas, el diario vivir, los triunfos o las derrotas deportivas, los caminos que va tomando la cultura, las tendencias que se imponen en las sociedades. Pero también incluye la opinión, algo que se pretendía eliminar del contenido editorial y que será vetado.
Pero el problema es más grave, tiene más fondo. Para sectores de la pretendida izquierda, sea de palabra o cualquier otra, la libertad es un valor burgués. Y eso es falso.