Con los hechos se demuestra que no existe un saludable y transparente proceso de fiscalización. En el sistema clásico de división de poderes en el que juegan su papel los pesos y contrapesos, la Legislatura tiene doble y vital trascendencia.
Un parlamento legisla, cosa que en la actual correlación de fuerzas, aun con una mayoría gobiernista imperante, ha mostrado sus límites. La fiscalización es la otra piedra angular de la democracia. En nuestro país, ejercida a través del juicio político, ha sido esencial para que la opinión pública conozca los entresijos del ejercicio del poder, revele aquello que muchas veces se quiera ocultar y propicie, con la censura y hasta la destitución, una primordial práctica de transparencia pública.
En muchas ocasiones los juicios políticos se constituyeron en tribunal político para apuntalar candidaturas de la oposición, pero de no haber sido por esa misión del Poder Legislativo, muchos casos de corrupción se hubiesen ocultado.
Resulta que hoy la fiscalización luce imposible. El galimatías jurídico que crearon ha bloqueado en la práctica el juicio político, han encriptado los procesos de administración pública y ha sepultado la fiscalización como parte del libre juego democrático entre oficialismo y oposición.
Más allá del ejercicio retórico y saludable del juicio político público, que muchas veces suscitó enjuiciamientos penales y procesos judiciales, su práctica desaparición enturbia al ejercicio democrático.
Hoy fue el caso del Ministro de Transporte, archivado por supuesta prescripción. Ayer, cerraron el paso al juicio al Fiscal; otros procesos quedaron truncos: los de los ministerios de Defensa, de Salud, de Educación.
Una democracia sin fiscalización es una ficción.