Es el ciudadano de a pie el que asume la tragedia cotidiana de la crisis económica, social y política que aqueja a Venezuela.
Mientras el Gobierno resiste con arengas y discursos, la reacción continental es tibia, casi inexistente a nivel oficial. Las declaraciones del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, solo han servido para llevar el discurso antiimperialista casi al paroxismo.
Es inaudito el relato del Embajador de Venezuela ante la OEA. En un cinismo sin límites fabuló sobre la muerte de personas y se permitió decir que las balas en la cabeza de los ‘escuálidos’ (como llama el chavismo a los opositores de capas medias o altas) pasan rápido por la ausencia de masa encefálica. Pese a que ya ofreció disculpas, su declaración resulta demencial, inaceptable.
Pero cuando una misión de Unasur -que se supone debe representar la sensatez y la defensa de la gente que pasa angustias en Venezuela- solo mira de modo sesgado la estabilidad de Nicolás Maduro y no emite ni una palabra solidaria en contra de la gente perseguida, de los políticos encarcelados ni del hambre que aqueja a ese país, el rango de la cuestión se torna preocupante. El organismo, que se reunirá el sábado en Quito, debe enfrentar el problema sin ambages.
En Venezuela no se trata de cambiar un gobierno por la fuerza, no. Se trata de forzar un cambio democrático, donde imperen la paz interna, el respeto a la vida, los derechos humanos, la justicia y la libertad que los años de un modelo excluyente han arrebatado a la gente.