Con más del 72% de los votos válidos, el comandante Daniel Ortega fue elegido por cuarta vez presidente de Nicaragua.
Esta fue su tercera elección consecutiva. Para alcanzar esa posibilidad reformó la norma y luego descabezó a un número considerable de legisladores de la oposición. Los pocos opositores que pudieron participar, pese a las restricciones impuestas desde el poder, no alcanzaron el 14% de intención de voto.
Una de las características de esta elección fue el alto grado de ausentismo. Se podría pensar que el triunfo de Ortega y su compañera sentimental, que le acompañaba en la papeleta para la vicepresidencia, fue asumido por la gente como imposible de revertir.
Lo curioso de este triunfo ‘familiar’ es que en 1979 Ortega fue líder de un movimiento guerrillero que luchó contra el caudillo Anastasio Somoza, a quien se acusaba no solamente de ostentar un enorme poder oligárquico y dinástico sino de ejercer el control de instituciones tales como la justicia, el Parlamento y el poder electoral.
Luego de la revolución y el derrocamiento de Somoza, varios prestigiosos revolucionarios fueron encontrando en el presidente Ortega rasgos de concentración de poder tan perniciosos como los que habían motivado la revolución armada del 79. Ortega fue construyendo un modelo para sí mismo; del socialismo proclamado caminó al control de todas las funciones. La reelección consecutiva va aparejada con el afán terrible de aferrarse al poder.