El mundo asiste a sucesos vertiginosos. El fanatismo de un grupo que se abroga el nombre de Estado Islámico no ha parado de dejar huellas de sangre y muerte.
La semana se cerró con el dolor de los atentados terroristas, cuyo objetivo fue Bruselas, la sede de la Unión Europea.
La respuesta militar arrastra a Bélgica a las zonas de conflicto en Siria e Iraq. El anuncio de Estados Unidos de haber dado de baja al segundo cabecilla de la organización terrorista, así como los atentados en Bagdad y los ataques a Palmira, muestran otra etapa del conflicto.
Alguien pudiera buscar en un choque de civilizaciones la respuesta para explicar el momento. Nada se gana con mostrar al Islam contra el cristianismo.
El autodenominado Estado Islámico es un brazo armado fundamentalista musulmán con cuyas prácticas y grado de violencia no concuerdan millones de personas en Oriente Próximo. Es más, miles de sus correligionarios han sido carne de cañón de la violencia que pretende la reinstauración de un califato.
El Estado Islámico no es un estado como tal, y ocupa militarmente zonas en dos países que tienen sus particulares conflictos no resueltos. Además, los extremistas llevan a Occidente su supuesta guerra santa y la convierten en bombas asesinas.
Frente a estos actos y para paliar el drama humano de millones de refugiados, los gobiernos deben aplicar inteligencia, generosidad y recursos; es la fase de la guerra que ahora llega en medio de la inseguridad y el miedo.