La destitución de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, a cargo del Senado configura el fin de un largo ciclo político.
Con ilusiones de cambio social para sacar a millones de compatriotas de la pobreza un luchador social como Luis Inácio Lula da Silva llegó al poder en nombre del Partido de los Trabajadores (PT). Su mandato se proyectó en Dilma Rousseff que logró ganar dos elecciones más para el partido político.
La crisis económica, las modificaciones en su proyecto y el maquillaje que obligó a esos cambios desgastaron a la Presidenta e hicieron estallar manifestaciones por doquier. Las denuncias alrededor de las obras para el Mundial de Fútbol y el manejo de los fondos públicos colmaron la paciencia ciudadana.
El escándalo de los repartos económicos de las grandes constructoras beneficiarias de millonarios contratos de obra pública, que a su vez financiaban a todos los partidos se destapó. Era el ‘crimen perfecto’, grandes obras, comisiones gigantes, dinero para toda la clase política que así financiaba sus campañas y un sector que pagaba la factura: la población que con sus impuestos financiaba el sistema perverso.
Con la destitución de Dilma, cuyos verdugos no dejan de tener responsabilidad en la arquitectura sistémica, deberá caer la estantería opaca y corrupta. Michel Temer, con duros señalamientos, tiene un gran reto: la única salida es darle prestigio a la democracia sepultando las prácticas del pasado que consagraron la inequidad.