El coronavirus llegó para quedarse entre nosotros por un buen tiempo. Hasta hoy es lo único cierto.
Desde finales del 2019, el virus empezó a causar estragos insospechados. Desde su propagación por la ciudad china de Wuhan hasta saltar las fronteras del gigante asiático, pasó relativamente poco tiempo.
Los países vecinos fueron los primeros infectados; en algunos, la medida de aislamiento fue clave.
Cuando el coronavirus llegó a Europa la expansión fue contundente y ni siquiera las estructuras fuertes de los sistemas públicos de salud pudieron contenerlo ni derrotarlo.
Llegaron las cifras numerosas y tristes. Pero el tejido económico de años de previsiones y ahorro logró paliar sus efectos socioeconómicos.
Estados Unidos es un caso de estudio. Más allá de la política aplicada, la situación demuestra una inexistente superioridad a la hora de afrontar los efectos del virus. Hoy sus estragos son tremendos.
La pandemia va destruyendo la economía norteamericana. 130 000 muertos, tres millones de contagios y 20 millones de personas sin trabajo son datos inobjetables.
Justamente son estados y ciudades ricas, que generan buena parte del producto interno bruto de EE.UU., algunos de los más golpeados: California, Texas, Florida y Nueva York.
Ante los impactos del desempleo mundial y la quiebra masiva de empresas por doquier, los milagreros han surgido para vender ilusiones. Alguna cura mágica, incluso productos químicos dañinos, paliativos que son placebos, son como clavos ardientes a los que muchos se aferran.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) es clara. Todavía no hay una cura comprobada -acaso, sí, remedios que atenúan los efectos-.
Otro aspecto importante es el de los ensayos científicos, que deben ir paso a paso de modo paciente en procesos prueba-error, hasta acertar.
Pedir que una vacuna sea una cura milagrosa inmediata o una varita mágica es desconocer los esfuerzos de la humanidad en pro de los avances. Mientras llegan, lo más eficaz es disciplina, higiene y distancia social.