Cuando se habla de minería informal, la primera imagen que se viene a la mente es la de un viejecito, con un amplio sombrero de paja toquilla, sentado a la orilla de un río, lavando oro en una bandeja puntiaguda y sacando, ocasionalmente, pequeñisimas pepitas de ese mineral.
Pero la realidad es muy distinta a las imágenes idealizadas. La realidad es que la minería ilegal son decenas de retroescavadoras reunidas en un sólo punto destrozando el cauce y el ecosistema del río Napo.
Y la razón por la que tantas retroescavadoras y equipos llegaron a esos sitios es muy sencilla: rentabilidad. Así de sencillo.
Con los actuales precios de los minerales, toda la minería es rentable y peor aún si se trata de minerales “estrella” como oro o cobre, cuyos precios están en récords históricos.
Esos altísimos precios son tanto una bendición como una maldición porque al hacer tan rentable la minería, pueden atraer hasta a los personajes menos deseados. En esto, el país tiene que generar el ambiente necesario para que esta actividad tan rentable la lleven a cabo los personajes deseables y eso implica no dejar un vacío que pueda ser ocupado por los ilegales.
La rentabilidad de la minería la acerca (en un aspecto) a las drogas: se puede ganar tanto dinero que, si no se lo hace legalmente, alguien lo hará ilegalmente. Y no hay contingente policial que las pueda frenar (ni a las drogas ni a la minería ilegal).
Si no logramos que los legales ocupen todos los espacios posibles, serán las mafias ilegales y destructivas quienes lo harán. Esto ya dejó de ser un tema de si contaminan o no y se volvió un tema de Estado de Derecho y si lo carcomen o no. Las retroescavadoras del Napo destrozan su cauce y su ecosistema y destruyen la sociedad al corromperla. Habría menos contaminación y mucho menos corrupción si se hubiera concesionado esa mina a alguien formal.