Ecuador, donde los ríos traen de las montañas perfumes y humedad, es reconocido como el mayor productor mundial de cacao fino de aroma con más del 60% de la oferta global. Este tesoro genético, que debería traducirse en liderazgo universal en chocolatería, guarda una contradicción dolorosa: exportamos granos que son oro en manos de empresas europeas, mientras nuestras propias mesas se inundan con chocolates importados de bajo precio y maliciosa calidad. En la cuna del cacao hemos olvidado saborear lo nuestro.
La fiebre de los altos precios hace que muchos pequeños productores vendan cacao lavado, un grano sin fermentación, condenado a convertirse en chocolate astringente, ese que seca la boca, quema la lengua y deja las papilas inflamadas, ásperas como lengua de gato. La gran industria internacional, insaciable, acepta este cacao sin alma: lo entierra bajo montañas de azúcar, leche en polvo y químicos que maquillan la acidez y contienen el reflujo gástrico. Así llegan a nuestros hipermercados y farmacias, chocolates europeos y colombianos que son peligrosos cocteles químicos encapsulados en una tableta.
En Europa, cuando dicen “cacao” se refieren al polvo despojado de su manteca, no a la semilla entera. Una tableta al 80% es, en realidad, polvo mezclado con grasas baratas, casi siempre lácteas, sobrantes de su sobreproducción de leche. Las etiquetas, tímidas en honestidad, apenas insinúan la existencia de manteca o pasta de cacao, mientras forran los empaques con rostros famosos que prestan su sonrisa a fórmulas mentirosas.
Desde Colombia llega otro espectro: el sucedáneo, ese chocolate falso hecho con grasas hidrogenadas que inunda los supermercados.
La tragedia es mayúscula: en Ecuador, cuarto productor mundial de cacao, el 90% del chocolate que comemos es sucedáneo o industrial importado. Una paradoja cruel: tener el corazón más aromático del mundo y alimentarnos con sus ácidas imitaciones.
En Ecuador, cualquiera puede vender sucedáneos bajo el nombre de chocolate. Por eso urge una Ley de Defensa del Chocolate Ecuatoriano, que cuide la salud de los consumidores y abra espacio a los pequeños productores locales.
La batalla no es solo económica. Mientras el chocolate artesanal ofrece flavonoides, antioxidantes y teobromina, los industriales traen exceso de azúcares y grasas que son pólvora para la obesidad y la diabetes. Permitir su invasión es sembrar enfermedad en un país ya golpeado por estas epidemias silenciosas.
Colombia, con pragmatismo, invierte más de 20 millones de dólares al año en capacitar a sus cacaos cultores, sustituyendo con cacao y chocolate lo que antes era coca. En Ecuador, ya se anuncia la certificación de terrenos libres de deforestación —requisito clave para ingresar a la Unión Europea en el 2026—, un buen paso para aprovechar las oportunidades que nos ofrecen nuestros microclimas y biodiversidad.
Necesitamos un sello de origen que lleve la trazabilidad del grano a la tableta y un plan que convierta a los pequeños productores en maestros chocolateros, capaces de crear tabletas gourmet que enamoren al mundo. Porque nuestra diversidad de ecosistemas es, en realidad, una paleta de sabores esperando ser inventados.
El turismo del chocolate es otro sueño. Mientras Bélgica y Suiza han hecho de sus fábricas catedrales turísticas, en Ecuador apenas hablamos de “rutas del cacao”. Pero el cacao no se come ni se lleva en la maleta: es el chocolate el que viaja, el que conquista paladares y memorias.
En este escenario, la provincia de Pastaza ha comenzado a soñar con un Atlas del Cacao y del Chocolate, una obra donde cada tableta represente, a cientos de comunidades y a cada una de sus siete nacionalidades indígenas amazónicas. Sería el mapa comestible de una diversidad milenaria, capaz de plantarse en el Salón del Chocolate de París como un manifiesto de identidad y orgullo.
La carrera con Perú por la “cuna del cacao” añade un matiz simbólico. En Palanda, al sur de Ecuador, científicos hallaron restos de cacao de hace 5 300 años, mientras Perú levanta un relato paralelo. Desde la biología sabemos que el endemismo del Theobroma cacao es relativo: sus semillas viajan en los estómagos de los animales (dispersión zoocórica), en las manos de los hombres (dispersión antropocórica), o en las cadenas invisibles de la coevolución. La Amazonía, compartida, es el verdadero epicentro.
El desafío no es disputar genealogías, sino construir futuro: que Ecuador deje de ser solo exportador de grano y se convierta en país de tabletas con historia, certificaciones ambientales y un relato cultural poderoso. Solo así el cacao, fruto ancestral de dioses y selvas, dejará de ser materia prima y se convertirá en bandera, identidad, promesa de salud y desarrollo sostenible.