Dentro de la lista de los diez países con las peores economías del mundo, hay por lo menos tres latinoamericanos y ninguno de ellos puede vanagloriarse de su política desequilibrada y heterodoxa: Venezuela, Argentina y lamentablemente Brasil, otrora una figura ejemplar. A ellos le acompañan Rusia, Grecia, Serbia, Croacia, Ucrania (con su dolor de desmembramiento adicional), entre otros.
En ninguno de estos casos tampoco hay una adhesión a la prudencia, el respeto a la ley, la frugalidad fiscal. Son en todos los casos ejemplos de países que desafiaron las bases de una gestión equilibrada, responsable y, optaron por el uso intensivo de todo recurso, disponible o no, conveniente o no, pero necesario para sus objetivos de mirada corta.
Ahora pagan los platos rotos los ciudadanos que creyeron en el ofrecido paraíso terrenal. Tienen frente a si una perspectiva si no negra, por lo menos gris oscura. Pero, ya es tarde para lamentar, pues con esa actitud entendible pero inútil, nada se arregla. Es tiempo de reconvenir, rectificar, aceptar el dolor y castigar a los que les llevaron a este calvario.
Mientras tanto, los ordenados, aquellos que fueron denostados por ortodoxos, cumplidores de sus responsabilidades, respiran tranquilos y aprovechan las ventajas que les ofrece este mundo de crecimiento desigual y débil. Ahí están los llamados nórdicos socialistas, que de eso poco tienen, como Finlandia, Suecia, Holanda y, países como EE.UU., Alemania, Taiwán, Israel, que están entre los 10 más innovadores y con economías estables y predecibles.
Ahí, en cambio los ciudadanos tienen seguridad jurídica: se respetan los derechos. La ley rige para todos y el Estado maneja los recursos de la sociedad con sobriedad y transparencia. No hay inflación y las empresas familiares son la base de su desarrollo.
Por ahí no se les ocurre decir que hay que acabar con ellas. Es más, las adulan y protegen pues son parte del nervio central del bienestar. Crean riqueza y con eso empleo bueno y remunerativo. En el mundo a nadie se le ocurre destriparlas pues es una autoinmolación colectiva.
Como me decía un buen amigo, sensible y dolido por lo que ocurre en el Ecuador: desde el Código Civil de 1865 (derivado del de Andrés Bello), se recoge la milenaria institución de la sociedad de hecho, embrión del emprendimiento familiar, que luego será consolidada en la Ley de Compañías de 1964.
Instituciones ambas, que confirman su valiosa necesidad y obligan a su cuidado con esmero y delicadeza.
Y el mismo remataba de forma categórica afirmando: “Querer satanizarla, a pesar de ser parte de la propia naturaleza de supervivencia humana”, solo lleva a la sociedad, concluyo yo, por el camino de las amarguras.