Campesinos, pobres e indígenas. Esas son las señas de identidad de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos el 26 de septiembre y sus parientes que los buscan incansablemente.
Es el designio que los futuros maestros querían romper y ayudar a sus comunidades a combatir la pobreza, el hambre, la marginación y la discriminación, la deuda secular del Estado con las comunidades rurales indígenas.
Al menos la mitad de los 43 normalistas tiene ascendencia indígena, con pertenencia a los pueblos me’phaa, náhuatl y mixteco. Y, como señalan los familiares de las víctimas y expertos, cuando un indígena fallece, con él se extinguen una esperanza, una lengua y una cultura.
Para miles de jóvenes como ellos, la única opción educativa es el acceso a las escuelas para maestros rurales para que, tras graduarse, enseñen en esas zonas.
En esta nación latinoamericana viven 120 millones de personas, de las cuales aproximadamente 11 millones son indígenas, repartidos en al menos 54 pueblos originarios.
Pero ese dato del Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra como pobladores originarios únicamente a personas con más de cinco años que hablan una lengua ancestral.
Los sureños estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas concentran la mayoría de la población indígena y figuran entre los más pobres de México. En Guerrero habitan los amuzgo, mixteco, náhuatl y me’phaa. Según datos oficiales, la población indígena ronda las 600 000 personas.
El gubernamental Programa Nacional para la Igualdad y la No Discriminación 2014-2018 (Pronaind) indica que 76% de la población indígena vive en pobreza, un bloque “históricamente discriminado”.
Los indígenas, afrodescendientes y la población rural son más pobres, menos educados, con menores ingresos, con menos protección social y acceso restringido a la justicia y a la política, asegura el Programa.
“Hay indicios de discriminación. Se ve a los indígenas como ciudadanos de tercera. En la cuestión educativa y acceso a justicia, la igualdad no existe”, planteó a IPS el activista Maurilio Santiago, presidente del Centro de Derechos Humanos y Asesoría a Pueblos Indígenas, que opera en Oaxaca.
Los flagelos persisten, a pesar de que desde el 2002 el presupuesto asignado a la población originaria está en aumento. Para este año su monto sobrepasa 4 700 millones de dólares.
A los padres de los normalistas se les atraganta hablar de racismo, aunque reconozcan haberlo padecido. “Lo he sentido, sí, claro, ¿cómo no?”, comentó escuetamente Celso García, mientras mantiene erigida una pancarta en la que se leía: “Abel: tenemos la esperanza de que estás vivo”.
El Pronaind avizora una reducción en la carencia indígena de acceso a los servicios de salud de 24% en el 2012 a 5% en el 2018. También espera una contracción en la percepción de la discriminación en los grupos perjudicados.
IPS