Si yo hubiese hecho hace años esta confesión a mi abuelita Amelia, habría recibido su respuesta horrorizada, si hubiese podido responderme pasmada de asombro, pena y miedo por mí. Por la noche, ella habría rezado cada el rosario para desagravio de la ofendida divinidad. No lo habría contado a nadie, por no escandalizar; habría sufrido sola, inventando mortificaciones para convertir a su perturbadora nieta y tal vez, se hubiera sentido culpable de ese sentimiento inaceptable en el corazón de una muchachita.
Me habría tomado muy en serio, como lo hice yo ante la confesión de mi oceánica María del Mar: tomarla en serio, no asustarme, pasmarme, ni llenarme de pena. Admirar su libertad de espíritu y, armada con la persuasión, iniciar mi batalla.
¿Qué responderle? ¿Cómo conciliar la vida contemporánea, la apertura de los jóvenes, la responsabilidad sincera con que quieren asumir su libertad, su deseo de goce, y la difícil carga de esa libertad? Cómo decirle que Dios fue para mí una posibilidad de contención ante las amenazas del pecado de entonces (¡todo tiene su tiempo!), cuando la mentira, la injusticia, la codicia, la explotación del otro eran hábitos que no se ponían en tela de juicio, pues vivíamos en un ambiente que, asombrosamente, los requería para seguir siendo; tampoco eran pecado los prejuicios, los sentimientos de superioridad y los maltratos a nuestros ‘inferiores’; nada de eso formaba parte de la lista de nuestra confesión semanal al capellán del colegio: si acaso, la vanidad, el coqueteo, el egoísmo y algún capricho que los mayores consideraban inadecuado para la meta principal de nuestra vida femenina: el matrimonio, amén… Pero ese dios que ya no atrae a nadie, ni a mí misma, que ha desaparecido de mis afanes y bien desaparecido esté, no ha acabado de irse. Si no pude, en justicia, contestar a Mar que se volviera hacia esa abstracción que avalaba los inmensos equívocos de nuestras existencias, tampoco pude dejar en el aire su aclamado ateísmo. Habérmelo comunicado como una decisión era un pedido de comprensión y acuerdo… Rogué a Dios, en voz baja que me iluminara para contestar a nuestra Campanita -como la llaman sus amigos-. Y contesté, como quien no dice nada: Hijita mía, tan difícil es demostrar que Dios existe, como demostrar que no existe; seamos buenos y justos, por si acaso, y vivamos.
No temí el infierno para mi nieta, ni me pasmó su asombro ante esta respuesta, ni la alegría con que tomó ese ‘seamos buenos’, ni su confianza en que no le mentía. Porque es más humano fomentar la incertidumbre que dar respuestas absolutas a los desafíos de esta vida que pide todo, menos una hipócrita y resignada tranquilidad…