Salvo por teólogos y verdaderos estudiosos, la propensión para asumir irracionalmente la “existencia de un dios” es mayor mientras menos solventes en intelecto son las personas. No es propósito abogar acá por el ateísmo. De hecho no lo compartimos. Sin embargo, cabe enmarcar el espinoso tema de “dios” en el debido contexto filosófico. Constreñir su figura al ser etéreo que el hombre lo requiere para resguardarse de la angustia, la pobreza y la indigencia de alma, es tan simplista como abstraerse de la vida misma.
Tal vez el mejor referente filosófico es I. Kant. Referimos tres de sus obras emblemáticas: Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica, y Nueva dilucidación de los principios primeros del conocimiento metafísico. De ellas se concluye en el primer y básico error en que incurren quienes “defienden” en ignorancia la existencia de un dios… necesidad instrumental o fenomenológica, en atención a sus caracteres místicos.
Las cualidades de dios como todopoderoso, misericordioso, universal y omnisciente en nada abonan a favor de su realidad. Esas representaciones y atributos pueden a lo más definir sus características. El filósofo afirma que decir “Dios es” en modo alguno determina su existencia, siendo que en la razón el predicado no añade algo nuevo al sujeto. Sobre el asunto Kant habla de paralogismos – razonamientos falsos, según la RAE – trascendentales, que conllevan a desvirtuar los ideales del ánima. Así como de contradicciones de la razón pura, pues implican torpezas al enfrentar el mundo. Las dos aproximaciones desembocan, según el alemán, en el yerro de concebir a dios con “argumentos metafísicos engañosos.”
En función de lo expuesto, para la filosofía kantiana referirse a “un” dios es hacerlo a adecuados conceptos de moralidad y libertad. Estamos, pues, frente a una razón práctica que obliga al hombre a creer en dios sustentado en una fe racional. Alejada ésta de toda y cualquier revelación divina, bienaventurada… para centrar el credo en postulados de un bien supremo más tangible.