Hablar de liderazgo es referirse a la capacidad de un ser humano de orientar y guiar a un conglomerado social. Max Weber, cuyas tesis afianzaron el desarrollo de una nueva aproximación a la sociología política, clasifica a los líderes en autocráticos, participativos o democráticos, y liberales. El líder participativo/democrático, sin complejos ni temores, consulta con su pueblo pero no delega el derecho consubstancial que como tal (líder) tiene a adoptar la decisión final. Es el liderazgo más difícil de encontrar, demanda de capacidad y voluntad en asumir la responsabilidad de sus actos, ejercidos con reflexión y sabiduría, las cuales no las proporciona solo su formación letrada sino principalmente su sentido común.
En la convulsionada España de principios de los años 30 del siglo XX aparece la primera edición de la magistral obra de José Ortega y Gasset, La Rebelión de las Masas. El filósofo se pregunta ¿quién manda en el mundo? Su respuesta es que predomina el hombre-masa, cuyo principal distintivo consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él. El líder que nace de tal masa es el antípode del dirigente político al que todo país debe exhortar para orientarlo y guiarlo.
Propio del líder mediocre es su pretensión de llegar a una posición de mando transmitiendo mensajes carentes de esencia, válidos solo en la medida que sus propias limitaciones intelectuales lo convencen de su bondad. El líder político gestado en el hombre-masa, al irrespetarse a sí mismo, termina irrespetando a su pueblo, y está irremediablemente sentenciado a ser un mero titular teórico de poder sin legitimidad. Un hombre-masa que no trascenderá a la historia como líder positivo.
Hace ya varios años sosteníamos en alguna publicación que los pueblos sin institucionalidad sólida, cuya trayectoria histórica ha estado marcada por incertidumbres en los distintos ámbitos de su dinamismo (inestabilidad política, económica, social, etc.), demandan más que otros de dirigentes políticos con un enfoque claro y definido de su rol. Quien no la tiene, decíamos, podrá titularse de gobernante pero jamás de orientador. Aquí radica la diferencia natural entre el líder convertido en político, y el político germinado en el populismo insustancial. De esto estamos viendo mucho con ocasión de las reacciones de ciertos políticos de oposición a las medidas propuestas por el Gobierno para enfrentar la emergencia, los cuales se han limitado a rechazarlas sin dar soluciones alternativas válidas.
Qué fácil es en política estar siempre en contra de todo… y qué difícil revelar la afinidad de conceptos con el adversario. Esto segundo solo lo logra el líder que contando con la necesaria sensibilidad ética y estética, exterioriza un profundo conocimiento de su pueblo, de sus necesidades y de sus angustias, en forma tal que define una perspectiva de gestión que rebasa la inmediatez de sus egoístas intereses.