El trabajo ha sido visto bajo muy diferentes ópticas a lo largo de los tiempos. Tuvo originalmente, en todas las culturas, la connotación negativa de “castigo”, “obligación” o “sufrimiento”. En la antigua India fue considerado actividad impropia de hombres libres. Entre los viejos griegos era una faena servil. Por eso Homero expresó en su “Ilíada” que el trabajo “nos lo impuso Zeus desde nuestro nacimiento como el infortunio más pesado”. Platón dijo que “los trabajos manuales avergüenzan”. Los romanos dejaron esa “despreciable” actividad en manos de los esclavos. El cristianismo original consideró al trabajo como mandamiento divino pero partió de la maldición impuesta a Adán: “maldita será la tierra por tu causa: con grandes fatigas sacarás de ella el alimento” y “mediante el sudor de tu rostro comerás el pan”. En la Reforma Protestante Lutero postuló que hacer bien la diaria labor es mejor que toda la santidad de los monjes porque es servir al prójimo y Calvino definió al trabajo como un servicio a dios.
En la generación de los economistas clásicos -Adam Smith, Jean-Baptiste Say, James Mill y otros-, David Ricardo formuló la teoría de que el trabajo es la sustancia del valor económico. Las cosas valen en proporción a la cantidad de trabajo humano incorporado. Tesis que fue tomada y desarrollada por Carlos Marx. “Quítese a un pan -decía Marx- el trabajo del panadero, del molinero, del labrador, y ¿qué queda? Algunos granos de hierbas salvajes impropios para cualquier uso humano “.
En la época moderna se consideró al trabajo como uno de los factores de la producción, junto con el capital y la tecnología.
En la sociedad informatizada de hoy el conocimiento tecnológico es la forma especialmente sofisticada del trabajo humano.
El primero de mayo -día internacional del trabajador- se remonta al año 886 y a un lugar: la ciudad de Chicago, donde 40 mil trabajadores se declararon en huelga para pedir la jornada laboral de 8 horas. La acción fue sangrientamente reprimida por la policía. Tres días después hubo un mitin de protesta en la plaza Haymarket: tres mil obreros se reunieron para escuchar a sus líderes. Pero una persona desconocida arrojó una bomba explosiva que mató a 6 policías e hirió a 50 personas. Fueron arrestados, enjuiciados y condenados a la horca ocho dirigentes anarquistas: los norteamericanos Albert R. Parsons y Óscar Neebe, el inglés Samuel Fielden y los alemanes August Spies, Michael Schwab, Georges Engel, Adolph Fischer y Louis Lingg.
Pero la lucha obrera por la jornada de ocho horas siguió adelante con más fuerza. La consigna fue: “ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para lo que nos dé la gana”.
A partir de esos acontecimientos, el primero de mayo -en honor de los “mártires de Chicago”- se consagró como el día internacional del trabajador.