Los últimos héroes que nos van quedando son los héroes deportivos, aunque muchos cojean de la misma pata. No satisfechos con sus ingresos de fábula, a Messi, Cristiano y compañía les encanta gambetear a los inspectores de Rentas como si fueran rivales futbolísticos. Los ciclistas son más discretos, sufren más y ganan menos, pero nunca falta un Armstrong que haga trampas.
Frente a ellos, el desliz de Carapaz por obtener unos euros extras es una imprudencia de principiante pero merece una reflexión. Si alguien se había ganado a punta de pedal el derecho de cometer una equivocación, ese era Richard Carapaz. Si alguien no debía cometerla era el mismo Carapaz, quien, luego de su espectacular victoria en el Giro de Italia, es el deportista más querido y admirado (por ahora), en este país desvalido que siempre anda en busca de alguien en quien creer y es engañado por caudillos y payasos.
Cualquiera sabe que es más difícil gestionar el éxito que el fracaso. Bueno, no cualquiera; primero hay que triunfar, nadie nace sabiendo. Y nadie aprende en pellejo ajeno. Esa caída de la Locomotora del Carchi en la tonta carrera de Holanda, a donde fue a participar sin permiso de su equipo, le enseñó más que un doctorado en Harvard. Eso esperamos los 15 millones de ecuatorianos que queríamos aplaudirle en la Vuelta a España y nos dejó con los churos hechos.
He hablado antes del síndrome Maradona que afecta a muchachos humildes que se convierten súbitamente en dioses y millonarios y pierden la cabeza. Quizá no es culpa de ellos, pero dado que los héroes deportivos son vistos como modelos de comportamiento todo se distorsiona. Felipao, nuestro goleador, decía en una revista Hola de hace unos tres años, con portada y todo, que le fascinaban un auto de lujo desde niño y se había comprado uno de USD 250.000. Alguien puede decir: ha ganado su plata honradamente y puede hacer con ella lo que desee. O decir: vive en un mundo falso y no es modelo de nada. Para colmo, sigue el juicio en España contra él, Jefferson Montero y una treintena más, acusados de haber aceptado sobornos para amañar un partido en el 2011.
Otro ídolo que lucía impecable era Antonio Valencia. Salvo unos selfies del torso desnudo que habría enviado a una modelo, nada empañaba la imagen del chico humilde y talentoso de Lago Agrio que se forjó, a punta de esfuerzo, una carrera en la liga más competitiva del mundo. Pero siempre lucía tenso, nunca sonreía, algo le mordía por dentro. Y ese algo empezó a salir no en Manchester sino en la Selección, cuando le apercolló a un rival y fue expulsado. Y últimamente en la fiesta del piso 17.
Sin embargo, ¿con qué derecho vamos a exigir a los deportistas que no se permitan los lujos o deslices que les venga en gana si los líderes políticos actúan como una banda de delincuentes?
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