Eduardo Khalifé
El problema de la desinformación plantea retos únicos, quizá primero porque no proviene de la simple exclusión o de la falta de acceso a la riqueza, rasgos que subyacen tras los mayores desequilibrios y conflictos mundiales. La desinformación –en sus versiones modernas– prospera en la inclusión, en la incorporación de la Humanidad al vasto territorio virtual del internet en el que viven cerca de 4 mil 600 millones de personas, casi dos tercios de la población mundial. Y florece allí donde se ejerce, en el más insólito y desbocado de los sentidos, la libertad de expresión: las redes sociales. De allí la presunta antinomia de la democracia: defender la misma libertad en la que se ampara la desinformación. Y la razón es clara, solo bajo el enunciado democrático germina la contestación: el periodismo independiente.
La atmósfera de lo virtual sigue creciendo, sobre todo en influencia y en complejidad social y política. Cambridge Analytica, Pizzagate, Jade Helm15 y otros ejemplos -narrados por Andrew Rossi en su película para Netflix Posverdad: desinformación y el costo de las fake news- finalmente son catalogados como manifestaciones de un fenómeno planetario de proporciones pandémicas.
A inicios de este año, la desinformación se dispersó tan rápido como el covid-19, como confirmaron los muestreos, sobre cuyos resultados la Unesco hizo sonar sus alarmas.
Por ejemplo, un análisis de aprendizaje automático (machine learning) de la Fundación Bruno Kessler, demostró que de 112 millones de “posteos” sobre el covid-19 en diversas redes sociales y 64 idiomas, el 40% no se respaldó en fuentes fiables. Solo en marzo Facebook identificó 40 millones de “mensajes problemáticos” relacionados con la epidemia, “cientos de miles de fuentes/elementos que –de acuerdo a la compañía– pudieron acarrear un daño físico inminente”. Otro ejemplo: 19 millones de casi 50 millones de tuits sobre el covid-19 –el 38%– analizados con inteligencia artificial por la verificadora Blackbird.AI, determinó que transmitían “información o contenido manipulado”.
Esa corriente trajo episodios de desorientación pública por acción de intereses políticos, como el que denunció Ecuador ante la Unesco. En algunos de esos episodios operó una estrategia de manipulación informativa -distorsión, exageración, exacerbación- condensada en afirmaciones emocionales o posverdades. La “batalla por las narrativas”, como dijo Peter Stano, vocero de Política Exterior de la Unión Europea al denunciar en marzo la campaña desatada en redes sociales para persuadir de que Rusia fue mas eficaz en asistir a Italia en la pandemia que sus socios comunitarios. Un debate en marcha en varios frentes clave como la responsabilidad de Facebook, Twitter o Google, empresas de redes sociales, mensajes y motores de búsqueda. Un asunto que también empalma con la visión trascendental de la Unesco.