Qué tiempos aquellos. Cuando, fruto de los altos precios del petróleo y el aumento de los ingresos tributarios, el Gobierno podía gastar a manos llenas. Mostrar en obras grandilocuentes o simplemente en elefantes blancos (el movimiento de tierras de la refinería fantasma del Pacífico o las escuelas de milenio con ascensor son dos botones de muestra) los logros de la llamada revolución ciudadana.
Esa bonanza, alimentada por el ingreso a las arcas fiscales de 165 000 millones de dólares los últimos diez años, explica en gran medida los éxitos electorales de Rafael Correa, quien desde el 2006 ganó siete elecciones consecutivas.
El consumo en este período creció como la espuma y la sensación de un país en franca transformación se regó en todos los estratos. La ecuación bienestar=apoyo político se cumplió matemáticamente.
Pero la luna de miel de los votantes cautivados por el espejismo del país en marcha parece haber llegado a su fin. Pese a que aún no se sabe a ciencia cierta si habrá una segunda vuelta entre Lenín Moreno y Guillermo Lasso, es evidente el desgaste del oficialismo, tras diez años en el poder.
En número totales, Moreno tuvo el apoyo del 35% de los electores, es decir el voto duro de Alianza País. Si bien ese porcentaje mantiene a AP como la primera fuerza política en el Legislativo, la mayoría de ecuatorianos quiere un cambio de timón.
La crisis económica expresada en las altas tasas de desempleo y subempleo y los casos de corrupción, entre otras causas, minaron la credibilidad de Alianza País.
Como candidatos, Moreno y Glas sumaron muy poco, eso se ve en los números, en medio de una carrera desesperada de Correa por mostrar obras en plena campaña y hacer proselitismo en Italia, España y EE.UU. Preveía que los resultados serían apretados.
El oficialismo se aferra a ganar en primera vuelta, sabe que en un posible balotaje el riesgo de perder es muy grande.