La independencia frente al poder no es solo un derecho fundamental. Además, es un deber de los hombres libres, una tarea riesgosa vinculada con la dignidad humana, con la riqueza y la diversidad de pensamiento, con la afirmación del individuo como única y radical realidad. El deber de independencia es lo que caracteriza el ciudadano. Lo contrario, la sumisión como táctica, la obediencia como manifestación de miedo, son dimensiones de la servidumbre, de lo opuesto a la república, de lo contrario a la democracia entendida como señorío sobre destino de cada cual.
La política vista como gestión del poder en beneficio del poder, y su expresión más sofisticada y perversa, la propaganda, han generado en los sectores más tímidos o desinformados de la sociedad, la impresión de que la independencia de criterio, eso de atreverse a cuestionar, a hablar alto y claro frente a los factores de dominación, es un pecado contra el país. Nada más equívoco y más nocivo para la república y para las instituciones que esa venta del miedo, del falso compromiso, de la caricatura de la patria, como argumentos para abdicar de esa genuina dimensión humana que es la libertad.
La independencia como deber moral quedó en entredicho desde que Goebbels “inventó” la propaganda como método de dominación política. Desde entonces, el acomodo, el disimulo y el miedo suplantaron al derecho y a la obligación de ser libres. Y es que la propaganda tiene efectos tan potentes sobre las personas y las comunidades, maneja de tal modo las conductas y articula en tal forma los comportamientos, que la verdad desaparece como categoría racional, la certeza se vincula con la adhesión a un discurso, la “virtud” se transforma en aplauso, y la ética en argumento para justificar toda suerte de cobardías y atropellos. Desde entonces, la discrepancia se mira como pecado político. Y la disidencia, por supuesto, es herejía. Castro, Chávez y los neo populistas latinoamericanos son ejemplos del empleo de la propaganda como catecismo al uso de los fanáticos y herramienta fundamental del poder.
La democracia, desde hace lustros, cayó en la trampa del electoralismo y en la perversión por la propaganda. Las tesis sobre las que se debe votar son excusas para vender imágenes. No hay tesis, hay sonrisas, gestos y estribillos que “venden” felicidad. Si se mira en perspectiva los eventos a los que se ha reducido la democracia, queda la impresión de que es un show, una teatralización en la que no se admite la independencia, la discrepancia queda fuera de tono, y la disidencia suena a conspiración, porque, efectivamente, es una conspiración contra ese proceso de domesticación y embrutecimiento en que el “pueblo soberano” queda reducido a público consumidor. Defender “esa” forma de democracia, no es ser demócrata. Es ser cómplice.
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