Durante la última semana se ha intensificado el debate sobre el nefasto tema del aborto por violación debido a la votación en la Asamblea. Se dividen los grupos en dos grandes tendencias, y luego se dividen entre sí. Pero hasta aquí no aparecen señales de una conversación productiva. Y es porque nuestra sociedad prefiere evitar el tema de fondo: la cultura de violencia que se ha normalizado en el país.
¿Y por qué lo evitamos? Porque duele admitir que el sistema ha fallado. Que, según el INEC, 6 de cada 10 mujeres en el Ecuador ha vivido violencia en su vida. Que cada año miles de niñas y mujeres quedan embarazadas debido a violaciones. Que según el MSP el 80% de estos embarazos en niñas son el producto de incesto. Que nada ni nadie ha sido capaz de frenar este cáncer. Y que afecta sobremanera a niñas, actualmente “criminales”, que no tienen los recursos para buscar una forma segura de rescatar sus sueños de vida truncados por el acto indeseado del otro.
¿Quién va a querer hablar de eso? Y peor aún de la mala palabra que sustenta esa cultura de violencia: la “responsabilidad”, o, mejor dicho, la falta de ello. Porque sin hablar de la responsabilidad en dos temas puntuales -la sexualidad y los derechos de los seres más vulnerables de nuestra sociedad- seguiremos en la misma maraña de acusaciones.
Sobre el primer tema, cabe una reflexión personal profunda: ¿Llevo mis relaciones de forma sana? ¿Acepto que las relaciones deben ser consensuadas y que la decisión de procrear debe ser algo consciente de las dos personas? ¿Estoy dispuesto a cuidar del ser nacido de esa relación el resto de la vida?
Y respecto al segundo tema, ¿quién es responsable de cuidar a los más vulnerables? ¿El Estado únicamente? Porque la verdad es que nuestras niñas -y, de hecho, los niños también- cuentan cada vez con menos espacios seguros para crecer en libertad y cumplir sus sueños. ¿Voy a seguir esperando que “ellos”, esos “otros” míticos a los que encargo los problemas que no quiero afrontar, solucionen el tema? ¿O seré parte de la solución? Porque cuando “todos” se encargan, al final “nadie” lo hace, y la situación se deteriora aún más hasta que explota. Así es la ley del universo.
Aceptar la responsabilidad nos convierte en catalizadores, capaces de transformar a los que nos rodean en ciudadanos empoderados y resilientes. Edifica comunidades fuertes, ciudades seguras y un país más próspero. Y se puede generar con algo sencillo como cuidar nuestra manera de hablar y acompañar, aceptando al otro sin juzgar y demostrándole que no está solo. Porque ahora todos nos estamos gritando pero nadie es capaz de escucharse, ni tampoco de ver que la única solución sustentable es evitar la violencia en primer lugar. Para ello, nos toca reconocer que la construcción de la cultura se hace no desde la legislación sino desde nosotros mismos.