‘Nada de esto es ficción”, dice Piedad Bonnett en la presentación en Quito de su libro ‘Lo que no tiene nombre’, donde narra con un lenguaje sobrio, contenido, sin figuras literarias ni patetismo, pero tremendamente conmovedor, la historia de su hijo Daniel, quien se suicidó en Nueva York empujado por los tormentos de la esquizofrenia.
Parece una aclaración necesaria ante la insistencia de la crítica Alicia Ortega en llamarla novela sin explicar por qué. Piedad considera necesario añadir que tampoco es una crónica periodística, pues lo que ella hace es literatura, mientras yo pienso que ese debate se zanjó con el término ‘novela de no-ficción’ acuñado en los tiempos de Truman Capote y Norman Mailer.
En cualquier caso, se trata del testimonio de una autora de varios libros de poesía, premiados y todo, que encontró en el relato en prosa la forma adecuada de procesar el dolor del hijo recién muerto. Una posición diametralmente opuesta a la que asumiera décadas atrás el poeta cuencano Efraín Jara, quien, frente al suicidio de su hijo, escribió un estremecedor poema cuyo solo título explica su carga de emotividad y metáforas: ‘Sollozo por Pedro Jara’.
La diferencia importa, pues en la novela la historia está envuelta por la fábula y la imaginación. No así en la poesía, que toma ese camino directo al corazón que Piedad conoce de sobra, pero que rehúye en este caso, pues no puede hacer figuras literarias de un dolor tan hondo. De modo que, con una narración consciente de sí misma, lúcida en el sufrimiento y medida para dosificar su impacto, nos guía, no tanto por los laberintos sinuosos e impredecibles de la esquizofrenia, cuanto por la relación de la madre con su hijo enfermo, angustiada en su afán de protegerlo y comprender qué pasó en esa cabeza convertida en un campo de batalla.
Porque, salvo en los momentos de crisis, Daniel es un pintor talentoso que pretende llevar la vida de un estudiante cualquiera. Y que parece serlo. Ella le acolita en ese empeño y muchas veces se autoengaña, pues alimenta la secreta esperanza de que la enfermedad remita. Extrañamente, algunos de los psicólogos incentivan esta ilusión al quitarle los antipsicóticos o aprobar que acuda a una universidad neoyorkina.
Pero Daniel no está preparado para lidiar con los desafíos e incertidumbres de los estudios, duda excesivamente de su talento, no puede soportar el estrés, menos aún el pavor de ser derrotado definitivamente por esa fuerza oscura que lo trabaja por dentro con voces, amenazas e inculpaciones. A ello se añade el miedo a que la sociedad le aplique el estigma de esquizofrénico .
¿Aceptar la gravedad del problema y llamar a las cosas por su nombre desde el inicio habría aliviado el sufrimiento o cambiado el desenlace? Tal es la duda que nos deja este libro profundo y revelador.