El poder blando —“soft power”, término que inventó Joseph Nye— es la capacidad de influencia de un país o una cultura más allá de su potencia demográfica, económica o militar. Es lo mismo que pensaron, más de medio siglo antes, Benjamín Carrión, su aliado del otro extremo del espectro ideológico, el jesuita P. Aurelio Espinosa Pólit, y unas pocas personalidades más para impulsar la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que se concretó en el decreto ejecutivo 707 del Dr. José María Velasco Ibarra el 9 de agosto de 1944.
Su finalidad era “dirigir la cultura con espíritu esencialmente nacional, en todos los aspectos posibles a fin de crear y robustecer el pensamiento científico, económico, jurídico y la sensibilidad artística de la colectividad ecuatoriana”.
La idea de crearla nació del político e intelectual Benjamín Carrión, quien fue su primer presidente y cuyo nombre lleva ahora la institución, como herramienta para hacer realidad su “teoría de la nación pequeña”, que sostenía que un territorio pequeño, como el que le había quedado al Ecuador tras el desmembramiento de 1941-42, no tenía por qué ser un limitante en cuanto a cultura y progreso, como la historia lo demostraba en los casos de Grecia e Israel, que teniendo territorios muy pequeños fueron cumbres de la civilización. “Si no podemos ser una potencia militar y económica, podemos ser, en cambio, una potencia cultural nutrida de nuestras más ricas tradiciones”.
La versión de que la institución nació el 11 de noviembre de 1943 por decreto de Carlos Arroyo del Río cuando fundó el Instituto Cultural Ecuatoriano, y que este se transformó en la Casa de la Cultura Ecuatoriana ––que incluso lo sugiere el propio Ministerio de Cultura en su página web––, no se sostiene, porque la Casa fue una institución completamente distinta: no una institución elitista de las artes, que no llegó a funcionar, como tantas otras cosas de la época de Arroyo, sino un organismo democrático ––su órgano máximo era una junta de 25 miembros representantes de seis secciones, compuestas a su vez por los socios activos de la Casa–– que, además, abarcaba todo el abanico de la cultura, desde el derecho y las ciencias exactas y naturales hasta la creación literaria y artística.
Su intención no fue, como ramplonamente dice la página web del Ministerio de Cultura, “levantar la moral”. Carrión, Espinosa Pólit y otros pensaban en lo que luego se llamaría el “soft power”: la proyección del país hacia el ámbito internacional, para lo que había que cultivar las ciencias y las artes.
El Gral. Rodríguez Lara reforzó esta idea en 1975 al fijar el 9 de agosto como Día Nacional de la Cultura y crear el premio Eugenio Espejo. La fecha coincide con la víspera del Primer Grito de la Independencia, símbolo supremo de que solo la cultura nos dará libertad.