Desde hace 30 o 40 años, todo el lenguaje “clásico” de las ciencias humanas parece haber envejecido sin remedio. No solo que una serie de conceptos nuevos ha venido a reemplazar a aquellos que ocuparon el centro del conocimiento a lo largo del siglo XX, sino que también los valores que constituyen el referente de una ética del saber han quedado sepultados por una avalancha de cambios tan profundos y radicales, que a su lado parecerían empalidecer los formidables trastornos que fueron provocados por la Revolución Industrial. Este envejecimiento general y acelerado del saber, así como el irremediable desplazamiento de sus ejes, ha determinado que también nuestras ideas acerca de la cultura, la nación o la identidad se hayan vaciado de sentido, y hayan empezado a exigir nuevas estrategias y plataformas conceptuales para entenderlas.
De hecho, la variación vertiginosa de las formas de comunicación y movilidad humana, unida a los avances permanentes de las técnicas de la información, han desterritorializado de tal modo la cultura, que los mismos conceptos de lo propio y lo ajeno se presentan ahora atravesados por sorprendentes paradojas: David Morley, profesor en el Goldsmith College de la Universidad de Londres, escribe que, con frecuencia, lo diferente está en el barrio vecino y lo familiar a veces se encuentra al otro lado del mundo (Cf. Leonor Arfuch, comp., “Pensar este tiempo”, 2005). Es indudable, por ejemplo, que los jóvenes que provienen de las clases privilegiadas en una sociedad como la nuestra, encuentran fácil entenderse con sus pares de los Estados Unidos, de Europa e incluso de países más lejanos, con quienes comparten lenguajes, modas, usos, valores y costumbres, pero no con sus propios “compatriotas” del campo o de los sectores suburbanos que permanecen todavía atrapados por la pobreza: no solo que se sienten separados de estos últimos por su visión del mundo, la práctica de sus valores, su lenguaje y hasta su modo de vestir, de divertirse, de amar o de enfrentar la muerte, sino que harán todo lo posible para consolidar esas diferencias o semejanzas hasta su vida adulta.
¿Qué sentido tiene ahora, por lo tanto, la ideología de la cultura nacional? ¿Cuál es el real alcance del concepto de interculturalidad, inscrito ya en nuestra Constitución y empleado con frecuencia y demasiada ligereza? ¿Qué valor puede tener ya la mirada despectiva que nos dedican a los mestizos aquellos que todavía presumen de orígenes europeos supuestamente “puros”? ¿Cómo entender el doloroso éxodo de migrantes que están invadiendo el continente europeo o la desesperada reacción defensiva de algunos pueblos que se resisten a la mundialización de la cultura, exacerban los nacionalismos a ultranza y los fundamentalismos culturales, y hacen brotar indudables manifestaciones de una xenofobia inadmisible? Es evidente que fenómenos de tanta envergadura no pueden ya ser entendidos ni resueltos con los criterios de la simple economía, el interés político partidista o la adopción de conductas inflexibles.