Un sentimiento profundamente unido al carácter latinoamericano y quizás uno de los legados más marcantes de la herencia española sea la culpa. Ella domina nuestra educación cristiana y hace de la misma la verdadera razón que redime, salva o condena. Vivimos todos con un permanente sentido de culpa que el poder trata de colocarlo sobre las espaldas de sus opositores. La culpa de la pobreza, la desigualdad, la violencia… debe tener alguien en quien corporizarlo, hacerlo carne y que habite entre nosotros. El mandatario generalmente culpa al anterior gobierno de todo lo malo existente, incluida su propia mala administración. A veces es el imperio, otras veces la prensa y en algunas ocasiones: el clima o nuestra herencia colonial. La culpa es siempre del otro, jamás se asume y se busca disuadirla en juicios tribunalicios alquilados donde la sentencia ya se conoce.
La adolescente democracia de algunos países siempre requiere de un chivo expiatorio, quizás el mejor amigo de un gobierno irresponsable, inmaduro y resentido. Hay que buscar uno o inventarlo para provecho de esas masas ignaras a las que se las mantiene en esa condición sobre todo cuando se alcanza a representar en alguien las razones de su pobreza y desigualdad. Uno de los nuevos chivos expiatorios es la prensa. En ella se descargan los mandatarios confundidos y mareados en un poder que los sobrepasa en responsabilidades y que no encuentra mecanismo más fácil que echarle la culpa al otro. Para ese fin crean medios, montan costosos programas oficialistas, confiscan horarios, persiguen judicialmente a los periodistas y dueños de medios para luego condenarlos y forzarlos a dejar el país. Pírrica victoria en realidad, porque los problemas de pobreza, inequidad, desigualdad o violencia solo se postergan con estos mecanismos, no se los resuelve. Por ejemplo, la gente no vive mejor en Cuba, donde muchos saben leer y escribir pero no pueden escoger el libro que quisieran ni escribir lo que desean. Algunos quieren ese modelo, los cubanos en su gran mayoría, no.
Requerimos abandonar la adolescente perspectiva de culpar a otros de nuestros propios males. 200 años después de la independencia, la madurez que ambicionamos es aquella que continúe las conquistas occidentales de la libertad de expresión o de prensa y que no tema la crítica porque sabe que ella constituye el único mecanismo que evita la confrontación violenta como opción.
Los verdaderos demócratas no viven atosigados de culpas ni buscan nuevos culpables. Asumen sus limitaciones, entiende la diversidad, protegen el pluralismo y resuelven los problemas sociales y económicos con el diálogo que enriquece y el consenso que profundiza el arraigo de los valores democráticos. No podemos seguir delegando responsabilidades, hay que asumirlas.