A propósitos del artículo, entendamos como “convencionalismos” a las actitudes y conductas observadas por los hombres y las sociedades, en sus manifestaciones tanto de pensamiento como de obra, producto de aceptar como válidas las imposiciones teóricas alejadas de los debidos positivismo y pragmatismo. Mientras menos cultas son las personas y las comunidades, mayor es su propensión para dejarse llevar por normas que obstaculizan el libre albedrío.
Todos tenemos derecho a admitir el valor de principios que nos son transmitidos, al igual que de rechazarlos. Sin embargo, ontológica y sociológicamente, tales orientes deben responder a consideraciones racionales. Si la asunción de las basas es mera reacción irreflexiva a reglas y cánones alejados del realismo, corresponde permanezcan en las convicciones íntimas del sujeto. Cuando a través de los comportamientos individuales y colectivos se reclama de terceros adecuar los de estos a convencimientos privados, se forja un proceso de dañina proliferación de convencionalismos.
En doctrina y en la práctica, el convencionalismo se empareja con el “instrumentalismo”. Mediante apremios arbitrarios, instituciones tales como la iglesia, las clases sociales, los sectores comunitarios prejuiciados – e iniciativas de influjo en los comportes – abogan por instrumentalizar a los hombres. Son reclamaciones por lograr acomodamientos de estilo a lo que se estima correcto, buenas maneras, debida educación y hasta raciocinio conveniente.
El instrumentalismo va de la mano de lo que I. Lakatos, filósofo inglés nacido en Hungría, denomina “falsacionismo”. Tratando de interpretarlo, el falsacionismo es un convencionalismo de amplio espectro que tergiversa enunciados básicos de la lógica. La contracara de lo convencional es, para la metafísica, el buen sentido. Éste obliga al ser humano a impregnar razonabilidad y coherencia en sus actuaciones.
El ser humano está filosóficamente emplazado a contradecir cualquier convencionalismo que repudie sus “propias” convicciones objetivas.