‘Cuando esto decía, echó de ver a un lado del camino un hombre entrado en edad que estaba haciendo hachar dos hermosos cipreses de un grupo que daba oscura y fresca sombra. Paróse el caballero y le preguntó por qué hacía derribar tan bellos árboles, destruyendo en un instante obra para la que la naturaleza requiere tantos años… -Cortados no valen nada, vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto”.
El deseo de evitar este degüello, expresado hace ya siglo y medio por don Juan Montalvo en Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes es resultado de la sabia certeza de que ha de conservarse la naturaleza a despecho de toda utilidad; con visión romántica, Montalvo sabe que la moral humana separada de lo natural deja al hombre escindido, y aspira a que se dejen vivos esos árboles, acogedoras sus sombras, al reconocer que ‘todo pecho donde anidan los afectos nobles tiene con la naturaleza conexiones ocultas’. “… mas para la codicia nada es sagrado. Si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o la vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador. Para el alma ruin, la belleza es quimera”.
Ideas y recuerdos incitados en mí por una estampa de doña Josefina Cordero Espinosa que leo en El Mercurio, sobre la antigua vida de hacienda en la Cuenca campesina: “Se acumulan los recuerdos, y al nombrar a Charcay siento el sabor de la infancia, el cantar de los pájaros en la madrugada, el desatarse de los soberbios vientos de agosto que casi nos elevaban a los aires, el murmullo musical de los trigales ya maduros, la trayectoria del sol hasta llegar al crepúsculo y, en una explosión de colores, esconderse en las montañas alertando el clima del día siguiente: ‘colorado, escampado; amarillo, llovido’ predecían los campesinos .
Qué de cuentos, qué de historias, qué de rostros vienen a mi memoria.
Las recuas de ganado eran llevadas a pastar al Altarurco y a beber en el Guallicanga hasta que un día encontraron un buey muerto a dentelladas; debe ser un puma, dijeron y con escopetas y palos salieron a cazarlo. Escondidos en los chaparros, al atardecer lo divisaron. Estallidos de balas y no cayó, apenas unos hilos de sangre se perdían en una cueva. Al día siguiente corrió la novedad de que el hombre más frágil y pequeño del caserío estaba herido. En una misteriosa dimensión, muchas culturas mantienen aún vigente la creencia de que por las noches de plenilunio hay personas que se transforman en animales” .
Historias, rostros, cuentos. ¡Nuestros mangles y selvas, nuestra Amazonía! ¿Hablar de aborígenes que se retiran de territorios que les pertenecen, no solo sin beneficiarse en nada de un pretendido progreso, sino víctimas de auténtico genocidio? ¿Evocar hoy, casi al margen, el horror ocurrido (o provocado) entre los huaorani y taromenane, hace no más de un mes, y ya, como ellos, olvidado?