Imagínese, lector, el diablo encerrado en una botella, haciendo piruetas por salir, agotándose en infinitas vueltas y revueltas, idas y venidas, inflamado por la ira, agobiado por la impotencia, con la soberbia enredándose en la cola, sin aceptar que caducó su poder, herido en su orgullo, desconcertado, furibundo a ratos, e implorante en otros.
“Como diablo en botella” es un dicho nacido de la sabiduría popular, de la aguda capacidad para retratar a personajes y circunstancias que tiene la gente, y de su mortífero talento para el sarcasmo; es una genial caricatura; es una pincelada que retrata a los que andan por allí sin saber cómo romper los candados y evadir los cerrojos. Es alusión al inquieto, al que no sabe vivir si no es dominado por la ansiedad y perturbado por la impaciencia.
“Como diablo en botella” estarán los candidatos en víspera de las elecciones, y los que no ven la hora de irse; lo estarán los contratistas hasta que algún día les paguen, los conductores atrapados por el tráfico, los ejecutivos bajo la presión de la agenda, los enamorados sin respuesta, los padres angustiados por el hijo farrista que no llega, los empleados aquejados por el síndrome de fin de mes.
Como diablo en botella pasamos estos días de incertidumbre, pendientes de que algo cambie, de que se despeje el panorama, de que nos digan, al fin, si hay crisis o no, y de cómo se avizoran los próximos años, de si estamos a la orilla de la felicidad o a las puertas del infierno. Estamos “como diablo en botella”, esperando que algún dedo portentoso nos señale el porvenir, porque, desde que somos sociedad y desde que ensayamos sin fortuna esto de ser república, nos habituamos a los redentores, y cuando no llegan, o si fallan, pues, a vivir como diablos en botella, o… esperando a Godot.
La proliferación de diablos en botella -impacientes, vociferantes, nostálgicos de la plenitud gratuita y de la fortuna fácil- se explica por la enormidad de expectativas incumplidas, porque la sociedad, el Estado y el sistema prometieron mucho y para siempre, porque el síndrome del éxito envenenó los valores de modestia, paciencia, honradez y austeridad, por la proliferación del vicio de prometer y de la ingenuidad de creer, por aquello de que “tengo todos los derechos y ninguna obligación”.
Concluidos los días de la abundancia, evaporadas las ilusiones del progreso sin límites, con los pies en la tierra y de vuelta del consumismo desaforado a los tiempos de forzada austeridad, muchos diablos en botella se dan volantines suspirando por la venida de algún nuevo Aladino que rompa el corcho, les libere de las ataduras de la realidad, restaure la ficción del mundo feliz, y les lleve al paraíso como corresponde: de la mano, gratis y en primera.