El teatro, espejo desierto
Sabemos de oídas, el valor de la representación teatral en la antigua Grecia, aunque no me referiré a esa maravilla que exige tiempo y espacio singulares y reflexión sostenida. ¡Cómo añoramos los años universitarios, cuando tantos maestros jesuitas nos enseñaron a valorarlo y a amarlo, desde lejos! ¿Se perdió esa belleza para siempre, como ‘las nubes de antaño’?
Quiero hablar de nuestro teatro, casi inexistente, a no ser por la persistencia inexplicable de unos pocos autores y actores llenos de mérito. Su constancia responde a auténtica vocación o llamada que supera nuestra atroz indiferencia cultural y los incontables avatares económicos que representar supone, y puebla nuestro desierto, siempre por poquísimos días, con obras dignas de reconocimiento. Obras significativas, sí, porque la parte más triste de nuestro yermo cultural es, precisamente, el éxito de la farsa en el sentido antiguo y persistente de ‘obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca’. Solo las obras vulgares, groseras en sus chistes, expresiones y escenas han obtenido éxito económico y de asistencia en nuestro medio. Las demás, lo dicho.
Imposible desconocer que ha habido y sigue habiendo esfuerzos notables. A riesgo de dejar de lado nombres de individuos o grupos, prefiero no referirme, en concreto, a ninguno. Quien algo conoce de teatro en el Ecuador sabe de ellos. Interesa averiguar por qué el auténtico teatro, el ‘bueno’ tiene tan poco éxito entre nosotros; por qué el público es tan reacio a asistir, por qué la crítica, tan egoísta; por qué la ignorancia, tan crasa.
El teatro sufre entre nosotros la misma indiferencia que toda muestra de auténtica cultura: contamos con muy buenos cuentistas, novelistas, historiadores; con extraordinarios poetas, pero ¿quién y cuántos los leen, quién cultiva el amor por la poesía? Proporcionalmente, ¡nadie! ¿Qué casa editorial se ocupa de que nuestros autores y libros válidos trasciendan las fronteras patrias?
El buen teatro, espejo de costumbres, de maneras de ser y actuar, permite a sus espectadores, los pueblos, mirarse a sí mismos y reconocer defectos y virtudes para aspirar a la mejora íntima que todos buscamos, aun sin saberlo; nos prepara para una sociedad plural, sin modelos ideales, pero en un marco ético de valores. El teatro es arma de inteligente autocrítica, contra la mentecata comodidad de nuestra televisión, cuyas emisiones de espectáculos vergonzantes y mediocres nos nutre de idolatría por personajes necios, por éxitos mensurables en dinero; nos avasalla con publicidad de productos inútiles y sueños alienantes.
Don Quijote amaba el teatro… ‘desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula’, dice a los recitantes de la carreta de las cortes de la muerte. Carátula y farándula, sinónimas en el sentido de ‘profesión y ambiente de los actores’, se desarrollaban con enorme pasión, pues el pueblo veía las obras como un espejo en el cual reflejarse, aprehenderse y aprender. Nada rara, pues, nuestra triste resistencia a mirarnos en tal espejo.