¿Cuál es la experiencia más honda: amar o morir? Me lo he preguntado en este tiempo en que me ha tocado aunar experiencias tan hondas y dispares. Hace unos meses murió mi hermano, el único que me quedaba. El siguiente en dar el paso seré yo, precisamente por ser el único que queda en pie. Y, a pesar de mi fe inquebrantable en Jesús, tengo que decir que la muerte es fea, especialmente la de las personas amadas. Ahora toca unir fe y sentimientos y pasar el duelo. Y esperar, no sólo dejar que pase el tiempo.
Por de pronto, doy gracias a Dios por unas cuantas cosas: haber podido acompañarle, compartir su dolor y su fragilidad, sostener su mano y su lucha por vivir y, sobre todo, su necesidad de ser acogido por el Amor Mayor. En momentos así la fe tiene un valor incalculable para el que se va y para el que se queda.
Entonces, pocas cosas tienen importancia. Me refiero a aquellas que, en un momento dado, nos robaron la paz y nos mantuvieron en guerra. Nos damos cuenta, mientras es posible, que lo único válido es el amor dado y recibido, el que a veces hipotecamos por auténticas bobadas. Aunque el tiempo sea escaso, ¡cómo quisiéramos recuperarlo y recuperar con él el tiempo perdido! Y, sin embargo, esa nostalgia puede llenar de sentido nuestra espera.
Siempre es duro vivir sabiendo que todos nuestros proyectos están heridos de muerte. Pero, al final, todo se complica cuando vemos que el gusanillo de la muerte va rumiando las pocas hojas de la vida. En momentos así, sobre todo si eres creyente, te das cuenta que lo más importante no es la muerte sino la certeza de haber amado y de amar para siempre. Así, amar será para siempre vivir en el otro. Es la felicidad y el riesgo de los enamorados. Cuando se ama, todo se complica. Y, cuando el amado muere, la muerte no tiene la última palabra. La última y definitiva la tendrá siempre el amor. Descansa en paz, querido Mon. Nos seguimos amando.