Malo sería que el gobierno adoptara un tono agonizante. A pesar de las dificultades sociales y económicas, del poco margen de gobernabilidad que tiene, de la presión de los indígenas y del desmadre de muchos movimientos sociales, el país necesita ser gobernado. No estoy pensando solo en el orden público, en la delincuencia y en la violencia que nos invade como el magma de un volcán, sino en la necesidad de políticas y servicios sociales públicos que atemperen (resolver es otra cosa) las necesidades elementales de nuestro pueblo.
A este punto de la película, el mayor problema que tiene el país es su inmediato futuro: quien administrará no los haberes, sino las deudas y las necesidades de un pueblo que no acaba de salir adelante, sometido a la prepotencia del narcotráfico. Vivir en la incertidumbre del futuro resulta agotador. Cambian los regímenes, todo el mundo habla y promete, pero seguimos con el carro frenado: frenada la democracia, la división de poderes, el desarrollo económico y la promoción de los pobres. Ya sólo falta el mesías de turno (algunos quieren repetir) que quiera encerrar al Estado en un slogan impactante, como aquel “Ecuador ya cambio” que no se lo creía ni su abuela.
Hoy prevalecen las fuerzas centrífugas, la fragmentación y la provisionalidad. Parece que la época de los grandes partidos y liderazgos ha pasado a la historia y que el gran protagonista de la vida pública es el pacto y, por lo tanto, la dictadura de las minorías. Muchos se ponen la camiseta con la misma facilidad con que la guardan en el armario. ¿En la próxima oportunidad, nos tocará la lotería? La política acaba siendo para muchos una esperanza de empleo. Puede que sea la banalización de la política lo que hace que muchos de nuestros estados latinoamericanos sean estados fallidos. No quisiera eso para el Ecuador. Quisiera una democracia social y participativa, un desarrollo económico solidario y sostenible, una profunda justicia social, trabajo para todos y un horizonte ético en el que todos nos movamos. No pido perdices, pero sí la suficiente felicidad como para vivir en paz.