Finales de la década de los cuarenta del siglo XX. Ciertos barrios organizaban sesiones de cine ambulante. Producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos blancos, gánsteres con cigarrillos entre dientes, trajes de rayas, rostros patibularios y el inefable héroe peinado a la gomina.
Una de esas tiernas noches -las películas empezaban a las siete-, la vecindad en calles y ventanas vio “El hombre invisible” que, después supimos, había sido realizada con base a la novela homónima de H. G. Wells de quien -apenas empezamos nuestra avidez lectora- conocimos primero “La guerra de los mundos”, adaptada por Radio Quito con lamentables secuencias: la quema del edificio de diario EL COMERCIO.
El filme era pésimo pero nos infundió pavor, aunque el final fue jubiloso: el hombre invisible, consciente de su poder, abusó de él cometiendo crímenes nefandos, pero los ‘buenos policías’ lo abatieron a balazos apuntando a sus huellas dejadas en la nieve en la escena de su último escape.
En nuestros predios pasean personajes ‘invisibles’ en el teatro de la política. Son bribones por antonomasia, codiciosos, paquidérmicos -su epidermis es de tal textura que resbala por ella cualquier denuncia o sentencia en su contra, devenida de los ámbitos judiciales o de la voz del pueblo-. Reptan, susurran, sonríen, salivan ante el poder. Si el omnipotente es psicópata o tiranuelo -siempre abroquelados por guardaespaldas y cortesanos-, se dan modos para llegar a él.
Y ahí van en revulsiva y repulsiva procesión: pintorzuelos, escritorzuelos, poetastros, faranduleros, carcamales, politiqueros, tecnócratas, todos camaleónicos: cambian de color según el partido o movimiento triunfador.
Recuerden todos esos especímenes madrugando a las asambleas públicas del déspota. Reciben atropellos y agravios de las masas asalariadas, pero persisten. Les endilgan bromazos, pero ahí se quedan impertérritos.
Pasan veloces de pelotilleros de una institución a otra. En sus intervenciones copian frases y conceptos ‘limitaditos’ como lo hace el reyezuelo o repiten discursillos plagiados de autores de poca monta.
El tiempo lo extermina todo. El autócrata y sus secuaces se esfumaron. Entonces, estos seres se postran ante el nuevo mandante, cumpliendo su vocación de felpudos y mantienen sus prebendas.
Invisibles, minúsculos, desfachatados, sin embargo, tienen pesadillas: el tirano acude a sus sueños, escoba en mano, y ellos corriendo convertidos en los ratones que siempre fueron.
Aún siguen estos caraduras enquistados en el poder. Permutan secretarías por ministerios; asoman alojados en universidades creadas por el monarca prófugo; ocupan su horario zahiriendo a su nuevo dueño -no pueden vivir sino bajo la férrea égida de ‘protegidos’ del anterior en malsano ejercicio-, o fracturan grilletes de delincuentes, sin que el actual señor Gobierno ejerza su autoridad con pulso noble y firme, olvidando afectos del pasado que no es posible resucitar.