El paro nacional y las protestas de los movimientos indígenas y de trabajadores se confundieron con el intento de golpe de estado promovido por Rafael Correa, dirigido por sus huestes políticas y ejecutado por turbas de vándalos y garroteros financiados y entrenados por los regímenes dictatoriales alineados con el inefable foro de Sao Paulo.
El resultado de este episodio, sin duda el más oscuro y turbulento de nuestra historia reciente, además de haber agravado peligrosamente la crisis económica del Ecuador, es el de una nación escindida, herida, con ciudadanos empobrecidos, desconcertados, desanimados, y, sobre todo, indignados.
La indignación tiene varios orígenes, el más generalizado, sin duda, nace de los vergonzosos episodios de violencia que vivió el país estos días, de la destrucción alevosa y malintencionada del casco colonial, parques, arboledas y zonas centrales de ciudades como Quito y Cuenca; del perverso sabotaje al servicio de agua potable en Ambato; del ataque sistemático a los pozos petroleros; de los saqueos a los comercios privados; del asalto y salvajismo promovido contra las floricultoras y fincas agrícolas de la Sierra; de los doce días en que la mayoría de la población pujante y trabajadora, amante de la paz, contemplaba este desenfreno con total impotencia.
También nace la indignación como una respuesta contra el ensañamiento y agresividad de las hordas de criminales que sembraron el terror en todo el territorio, en especial en la capital y sus valles; que arrasaron los edificios, mobiliario y documentación de la Contraloría General del Estado en un intento tan estúpido como desesperado por destruir evidencias de responsabilidad en contra de sus líderes, comandantes y lugartenientes; que secuestraron y atacaron impune y cobardemente a periodistas, fuerzas del orden y gente común que no plegó a sus reclamos, peor aún a sus actos delincuenciales; que destrozaron ambulancias, motobombas, edificios de medios de comunicación y bienes públicos; que buscaron enterrar la democracia y reflotar el autoritarismo y el bandolerismo a través del caos y la anarquía sembrados con premeditación por sus sucias manos.
Surge la indignación por todos los políticos ciegos, vanidosos y soberbios que, con candidaturas de paupérrimo respaldo, permitieron que hoy tengamos estos funcionarios mediocres y oportunistas, muchos de ellos cómplices del fallido golpe de estado.
Surge la indignación por los irresponsables que ya se ven hoy en la papeleta del mañana.
La indignación, arma humana de doble filo, nos permite vivir un presente de calma relativa, de tregua no declarada, en alerta y vigilia por la democracia, la paz y la estabilidad, pero también se presenta como un monstruo vaporoso que reacciona con odio, racismo, intolerancia y división, esos males que sembró entre los ecuatorianos el exterminador del Ecuador, el que hoy pretende volver por la fuerza para eludir a la justicia y recuperar su feudo de poder y corrupción.