‘Así como Onetti fue un par de pantuflas y dele a la saga de su ciudad imaginaria de Santa María, yo soy un ave migratoria que no extraña ningún alar, ningún árbol, ningún viento’, me dice Ismael Olabarrieta, (Argentina, 1941), el hombre más parecido a nuestro Padre y Señor Don Quijote que ha dado la humanidad, apurando la última chupada de su cigarrillo para con su rescoldo prender el otro. A sus treinta años había viajado por más de cincuenta países y era considerado como el mejor artista pintor de América. ¿En qué país estamos, en qué ciudad, isla, cayo, prostíbulo, o lo veo en mi sueño, o alcanzo a divisarlo en el suyo, o estoy preguntando desde el sueño del que estamos hechos todos?
Siempre está alegre el artista, ¿o lo simula? Obsesivo, todo lo ha dejado en algún recodo de su camino sin finales, menos su arte. Sobre cualquier soporte y con cualquier material, el arte fue el único gran amor de su azaroso destino. Apenas tenía dinero lo dilapidaba al instante y los adioses listos en su mochila para emprender vuelo e ir a derrochar su genio en cualquier lugar del mundo.
Lector de todos los libros que se conocían, de las filosofías que se esparcieron gracias al fascinante Alan Watts, padre del zen en esta nuestra América, amigo de celebridades (la que más le marcó fue la de Henry Miller, con quien mantuvo fluida correspondencia), explorador insaciable (hasta el exterminio) del arte y de la vida, siempre tuve recelo de regresarle a ver, sabía que al hacerlo, podía desvanecerse en volutas de humo.
En los setenta nos jugó la primera mala pasada a sus amigos. Acostumbrados a sus relatos de viajes y aventuras, a verle dibujar criaturas o parejas preciosas en servilletas, márgenes de periódicos o cubiertas de cajas de fósforos, a su hambre de gorrión, a sus giros bohemios colmados de talento, lió sus bártulos y se fue. En los ochenta regresó, y aunque de Ecuador viajó varias veces -sabe Dios o el diablo adónde- siempre retornó como al hogar que nunca tuvo. Flaco, alto, desaliñado, huesos y venas en estampida (un par de tibias y una calavera, diría Chaplin), solo él y su sombra, ¿hay más que eso?
Quijote o Nosferatu, cuando admirábamos sus series en las cuales bullía la sangre ardiente de mujeres hermosas escanciadas a lo largo de sus irreprimibles andanzas, nos conmocionábamos al punto de querer palparlas, pero ellas se hallaban sumidas en ese ‘pensamiento triste que se baila’ que dijo del tango Santos Discépolo y tramaban una cerca imposible de sortearla.
Hace poco vino a Quito después de una larga estancia en Cuenca. El cáncer devoraba sus entrañas. Un científico ecuatoriano que ama las artes lo cuidó. Pero cuando se vio consumido, pidió estar solo. Le encontraron sobre un catre en un cuarto de San Juan. A la distancia, le esperaban el Caballero de la Triste Figura y una pléyade de compadritos de arrabal bailando tangos con mujeres de ocasión. ¡Salud Ismael!