¿Existen estilos de morir como en el vestir, caminar o saludar según los cambios de usos y costumbres? Lo cierto es que el estilo de morir se ha transformado en cada civilización y ha evolucionado según el grado de enraizamiento de las tradiciones o la solidez de las creencias epocales. Tema eviterno amerita incesantes examinatorios al ritmo implacable del invicto tiempo.
Los antiguos egipcios morían atribulados por su comparecencia ante Osiris, con el fundamento de sus virtudes debidamente memorizado. Los muertos egipcios no eran tales mientras sus cuerpos no fueran destruidos o sus imágenes se perpetuaran en la piedra. Es que ellos, los egipcios, se resistían a abandonar los espacios vitales de la naturaleza cuyo poder divinizaron.
En la Edad Media la muerte fue consumación y castigo. Solución del mal de vivir. Cielo e infierno. Su presencia convierte el día en noche y la música en pena. La muerte adquiere categoría estética. El vivir muriendo se materializa: hombres y mujeres visten mortajas. La muerte se ensabana y arma, va de ciudad en ciudad con una clepsidra en la mano. Más que decrepitud es un personaje que rezuma grandeza. La muerte va por el mundo transfigurado en su reino.
Robespierre enseñó a matar por ideales humanos, sin otro acicate que una mentida inmortalidad. El tinglado de las ejecuciones es el teatro donde se enseña el estoicismo frente a la muerte. Valen más mis ideales que mi vida, preconizan los “revolucionarios”. E. M. Cioran, desde su ineluctable marginalidad, nos inquieta: “Los seres humanos son ciegos que se mueven solo por sus malos instintos: celos, rapacidad, intolerancia, soberbia, acrimonia, adulación: ¿cómo construir una nueva sociedad?”
En el Romanticismo se abrió un ciclo voluptuoso. La muerte es recreación con inocultables signos patéticos. Sumida en luces pálidas de alcoba y tuberculosis, flotando sobre lánguidos valses de Chopin y una poética decadente, la muerte deviene en vaporosa bohemia. Llorar es placer erótico. Lo “sublime” es morir en plena juventud y convocar al dolor: ser llorado junto a la sepultura y “escuchar” sendas elegías. La tríada del período: levita, chistera y ciprés.
En nuestro tiempo, se muere clandestinamente. Lo más generalizado es deshacerse del muerto con rapidez. ¿Para qué ceremoniales y rostros con rictus de fingida conmoción o “solidaridad”? Pero la muerte continúa sirviendo de utilería en la política. Si es posible sacar provecho de un muerto, los carroñeros se apoderan de sus restos y los blanden en su beneficio. La muerte en clínicas, erizada de tubos, se ha democratizado: más terrorífica que el esqueleto de las retóricas macabras.
Philippe Ariès refiere que, entre las páginas inéditas de Víctor Hugo, se halló esta sentencia: “Y muy pronto me iré en plena fiesta”. La escribió poco antes de su partida a sus ochenta y tres años. En todo caso, la muerte es la vida vivida y la vida es muerte que viene.