¿Cuándo nace el coleccionismo, es decir, el afán muchas veces perturbador de los seres humanos por acopiar objetos: especímenes biológicos, armas o utensilios usados por civilizaciones extintas; más tarde, obras artísticas: dibujos, pinturas, esculturas… y en nuestro tiempo, hasta instalaciones que requieren vastos espacios que exhiben magnates en sus mansiones? ‘El ser humano es observador y curioso por antonomasia’, sostenía Víctor Duruy.
¿El coleccionismo se remonta al Arte de Reno o antes, a otras cavernas intemporales en las cuales el hombre dibujó y pintó arañando para grabar su vivir sin comprender por qué la naturaleza era indócil y caótica, los impulsos del instinto, los sentimientos primigenios, los enigmas de la cópula, la enfermedad, la vejez y la muerte?
Hay coleccionistas de fetiches cuando el amor o la insania les induce a cautivar otros seres humanos: El coleccionista de John Fowles, 1963, es la historia del amor imposible de un solitario colector de mariposas que aprisiona a la mujer de sus sueños integrándola a su acervo; libros y películas sobre asesinos seriales que coleccionan partes de los cuerpos que exterminaron. Hay coleccionistas de libros, música, fotografías, sellos, monedas, cartas, recuerdos (esa memoria de lo que fue que dilata la soledad del ser).
Sutilizar el espíritu fue empeño que emerge en el Renacimiento: el ser humano asume que es conciencia de tiempo. La vida es breve y pasa. Surge el humanismo que exalta la naturaleza y expone el desnudo del ser humano sin culpas ni reticencias. Se fracturan las ataduras de los dogmas religiosos. Reyes, reinas y nobles disponen guerras y se alzan con botines ahítos de piezas etnográficas, artísticas. Los desposeídos merodean gabinetes y museos y enriquecen su espíritu.
Acude a la memoria la función social colectivo educativa contenida en el magistral Museo imaginario de André Malraux. Un país sin museos es un país sin alma: el nuestro fue despojado de estos en la década extraviada. El coleccionismo no solo es privanza de reyes y reinas europeos, existió en nuestra América. Christian Duverger en su biografía sobre Hernán Cortés relata que Cortés no omite términos para expresar su regocijo y ‘una extraña sensación de sentirse menos que los conquistados’ cuando recorrió extasiado las posesiones de Moctezuma.
En Ecuador, el anterior presidente fue coleccionista de títulos honoris causa. Para sus fines poseyó una legión de ‘diplomáticos’ que cabildeaban con rectores universitarios de diversos países. Dicen que son diez y ocho títulos que consiguió el delirante y patético político. Stephen Hawking, el Historiador del Universo, apenas accedió a once, y que sepamos, no se llevó ninguno luego de su muerte. Sabio y sutil Francisco de Quevedo diría sobre la risible fatuidad del político ecuatoriano: ‘Ruin arquitecto es la soberbia; los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos’. ¡Que así sea!