Parece que, atemperada la pandemia, se ha dado el pistoletazo de salida para que mucha gente se busque la vida en el exterior. Todos tenemos derecho a vivir mejor, a salir de la pobreza y traspasar el umbral de la incertidumbre y del miedo. No es poco dejar la familia, la patria y la propia cultura. No es poco aventurarse a lo desconocido, a la ilegalidad y a tener que trabajar en lo que salga, pendientes de una remesa que siempre será escasa. La decisión de irse suena a desgarro y sabe a lágrima dolorida.
La migración a la que se ven forzados tantos hermanos nuestros es un duro espejo del estado social, político y económico del país. Los políticos tienen su propia partitura. Y, si algo queda claro en medio del caos institucional en el que vivimos, es que ni la patria es tierra sagrada ni lo más importante son los hijos del suelo que soberbio el Pichincha decora … La incapacidad de la Asamblea para legislar, el estrecho margen de gobernabilidad del Ejecutivo, la fragilidad del sistema judicial y la falta de inversión productiva van de la mano con la terrible violencia que nos devora, el descontrol de las cárceles, la prepotencia de los narcos y el limbo laboral en el que viven tantos jóvenes hambrientos de oportunidades.
Poner la vista más allá de las fronteras no es difícil. En ningún sitio atan perros con longanizas, pero la idea de migrar se abre paso en el imaginario de un pueblo sin fortuna, es decir, desafortunado. El contrapunto es la belleza de nuestra patria, su gente buena, humilde y laboriosa, la religiosidad natural que empaña lágrimas y aguanta sinsabores, el valor de la familia y la capacidad de cantar a la hora de la semilla y de la gavilla. Por eso migrar se vuelve más duro.
Nuestro pueblo necesita un futuro mejor. Nuestros ciudadanos se lo merecen. Pero esto es lo que hoy está en crisis: el futuro y la esperanza de un pueblo, harto de que sus élites pasen de él.