La semana pasada, el Ministro del Interior salió en rueda de prensa para informar que un jugador de fútbol de la Serie A fue apresado no solo porque era parte de una banda delictiva sino que, según dijo, daba órdenes a sicarios. Apenas unos días después, otro jugador, esta vez de fútbol barrial, fue acribillado en Santa Elena.
Si estos fueran hechos aislados, serían, de suyo, tristes. Pero la gravedad del tema es que el fútbol ecuatoriano –corrompido desde hace ya varias décadas– registra problemas que van del ridículo (la compra de pelotas naranjas para el campeonato de primera división, pese a que solo se usan de ese color para la nieve porque en el césped no se distinguen) hasta la oficialización de medidas discriminatorias (admitir que un solo equipo juegue con VAR porque puede pagar el servicio, mientras el resto se arbitra sin ese accesorio).
Estos son dos extremos de un espacio deportivo que, declarado autónomo del Estado y sus regulaciones –al igual que las mafias–, autoriza y permite que el espectáculo sea un negocio privado donde los códigos de honor quedan reducidos a la cancha, pues no se aplican a los agentes que lucran del fútbol, entre los que se cuentan la televisora dueña de los derechos que impone horarios absurdos; y el rentable negocio de las apuestas, generador de distorsiones denunciadas por los propios jugadores y directores técnicos de varios equipos.
Pero lo que es aún peor, hemos cerrado los ojos a la realidad de cientos de jóvenes que alimentan las canteras del fútbol sin acceder ni a un sueldo ni a seguridad social –en teoría, derechos de todos los trabajadores del país– sometidos a la firma de contratos falsos y de entrenadores autócratas, que de un plumazo borran carreras deportivas de quienes no se someten a sus reglas.
Como lo señaló Eduardo Galeano, necesitamos rescatar al fútbol de la velocidad y la fuerza para devolverlo a la alegría, la fantasía y la osadía que son las que alegran al público en las tribunas.