“¿A quién le va a interesar hablar de Hemingway a estas alturas?” reclamaba yo en una columna de hace varios años. “A mí”, dijo por teléfono Nicole Adoum y nos invitó a cenar con la Paula. Estaban también Alejandra y una huésped de Nicole, suiza como ella. Comimos árabe, bebimos tinto, nos reímos del mundo y a las doce en punto de la noche Nicole nos acompañó hasta el oscuro garaje del subsuelo.
Fue la última vez que la vi pues falleció la noche siguiente de un infarto masivo. Gran persona, sí, pero nunca hablamos de Hemingway. En realidad, no he vuelto a hablar de Hemingway con nadie y en esta cuarentena he evitado sus libros con más cuidado que al coronavirus porque me mandan engañosamente de vuelta a la juventud, cuando llevaba en mi mochila ‘Men without women’ y hasta traduje un par de esos cuentos perfectos para entender y aprender cómo escribía.
Así andaban las cosas hasta que me topé con un texto inédito (¡inédito a estas alturas!) que acaba de publicar The Newyorker y no pude resistir la tentación. Entre la crónica y la ficción, con esa economía de adjetivos, su aparente ligereza y esos diálogos que maneja mejor que nadie, un Hemingway todavía joven pesca frente a La Habana un gigantesco pez espada que termina perdiendo, como lo perderá ante los tiburones el viejo Santiago de su novela más famosa luego de una lucha épica y conmovedora.
El asunto es que bajo el espejo del agua y las palabras, como todo maestro, Hemingway siempre nos contaba otra cosa: su visión trágica del mundo. Cazador, pescador, cronista de guerra, amante de los toros, showman, esta celebridad que se comía el mundo y se bebía la bodega del hotel Ritz de un París liberado al que entró entre los primeros, siempre anduvo eludiendo al fantasma de la muerte que llevaba dentro, hasta que no pudo más y se pegó un tiro con su escopeta de caza cuando había perdido el don de la escritura y su cuerpo no daba para más daiquiris ni aventuras.
¿Qué había logrado? No poco, y el Nobel era simplemente el reconocimiento de haber impuesto desde los años 20 una nueva forma de escribir cuentos y haber llevado a su esplendor el género de la crónica cuando sentía la necesidad de ejercer su oficio de reportero en conflictos como la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. De modo que las críticas actuales yerran el blanco pues es un hombre de otra época cuyo mito sigue vivo por su compromiso radical con la literatura, con la vida y con la lucha antifascista.
Y yo me cuento entre los miles de giles que llegaban a la Gare d’Austerlitz con ‘París era una fiesta’ como una guía de la bohemia literaria de una ciudad que no existía más allá de sus páginas, que ya eran pura nostalgia cuando las escribió. Pero, parafraseando al maestro, quien lo leyó con fervor en la juventud no se cura nunca más del virus Hemingway.