Los viejos tiempos

Escribo desde el espacio que ocupa la nostalgia, el enorme espacio del que se ha apoderado esta sensación abrumadora y narcótica que desplaza y arrincona otras emociones durante largos intervalos de tiempo.

Escribo desde el dolor insondable de los que han perdido de forma repentina a sus seres queridos y no han podido despedirse de ellos, ni acompañarles en el último trance, ni tomar sus manos en aquel instante en que el calor del cuerpo se apaga y la máquina perfecta que marca nuestro tiempo deja de ser perfecta, y ni siquiera han alcanzado a dejar un beso sobre la piel que vestía y definía a las personas amadas, esa piel que es hoy recuerdo y añoranza.

Escribo desde la incertidumbre y el miedo que se han vuelto más atrevidos al abandonar su guarida nocturna, que aprovechan el presente para acecharnos en vendavales, que soportan el asedio que nos ha impuesto la tristeza y nos gobiernan en las horas más oscuras.

Escribo apelando a la memoria que se remonta a los viejos tiempos. En sus dominios tomo aire, bocanadas de aire que llegan acompañadas de aromas maravillosos, algunos incluso que ya no recordaba y que han regresado de pronto: higos confitados, capulíes maduros, toctes aplastados en las piedras, moras silvestres, ramas de eucalipto bajo la cama, mistelas, pan de mapahuira, galletas de miel de abeja, mote con cosas finas, cremas nacaradas, el perfume ya extinto del abuelo.

Escribo en este lapso breve del pasado, acompañado inevitablemente por la melancolía que provoca lo que fue y ya no es, lo que no será nunca más, aquello que sabemos con certeza que jamás volverá. Pero allí, entre imágenes subyacentes emergen también los recuerdos que nos abrazan y hacen soportable nuestro aislamiento: las conversaciones mirándonos a los ojos, el entrechocar de copas, las sobremesas, las risas contagiosas que acaban en carcajadas, las bromas y los chistes, las fiestas que nos sorprenden hasta el amanecer, los gritos de gol; la textura áspera de la arena en la playa, la sinfonía incesante de las olas, el arrullo engañoso de las palmeras cuando simulan un aguacero, el olor fresco de los bosques, el frío hiriente de los páramos; escribo pensando que todo sigue en su sitio, en su espacio, en su tiempo, y esos pensamientos me ofrecen todavía más oxígeno.

Siempre me he negado a aceptar que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues aceptarlo implicaría encontrarme al filo del abismo, en ese lugar en el que no hay retorno sino tan solo un paso final, pero que a nuestras espaldas es aún una luz, nuestra luz, la que hemos dejado encendida en el camino.

Sí, los viejos tiempos iluminan de algún modo estas tinieblas, y aunque todavía no alcanzamos a ver con claridad el futuro, pronto, cuando menos lo esperemos, éste se manifestará en el horizonte, y entonces la vida nos parecerá aún más resplandeciente, y quizás aprenderemos a reconocer la felicidad en el instante preciso, antes de que se apague como el brillo fugaz de una luciérnaga.

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