“Hace años que la casa es objeto de una reflexión nueva y rica que la convierte en un espacio donde cabe el mundo entero, que se cuela por mil rendijas y cables y moldea los aspectos más íntimos de la vida doméstica. Estamos dentro sin dejar de estar fuera, y los demás nos acompañan…”.
Si, don Emilio, pero yo quisiera tocar a mis amigos, a mis conocidos y a quienes no conozco, porque sé que sufren, que sufrimos: acariciarlos, tranquilizarles, decirles que estamos juntos en el azar de la desgracia; estar con ellos en una plaza, en una procesión, en un desfile; aunque no sea propensa a gozos multitudinarios, deseo ahora estar entre la gente, mi gente; rogar entre ellos, llorar con ellos y con ellos reír, pero no puedo.
Tampoco, los cables y rendijas virtuales por donde se cuela el mundo entero nos traen noticias deseables. No: el mundo está en entredicho, y no solamente desde el inicio de la pandemia sino desde mucho antes, pues si lo que vivimos fue posible es porque este mundo, el único, no otro, tal como lo vivimos, es insolidario, maquiavélico, donde lo moral se proscribe en pro de la astucia, el ascenso, la doblez.
Es verdad también que ahora nos agobia la conciencia de la muerte; que, por poco que nos descuidemos, todos podemos ser víctimas de la pandemia; que la incertidumbre y el vacío son otras formas de inmolación. Que estas presencias quitan sentido al afán de consumir, de acumular. Pero ¿será para siempre? No, sin duda. Pasada la desgracia y antes de que llegue otra, personal o social, individual o multitudinaria, habremos olvidado la que hoy vivimos, porque nada es tan difícil como vivir prevenidos, aunque sepamos, en teoría y en la práctica, que es mortal estar desprevenidos.
Hoy se nos dice que nuestro trabajo individual debe resumirse en el afán común de separarse y distanciarse, de no contagiarse ni contagiar, para un día, ojalá no lejano, volver a unirnos sin peligro.
Don Emilio vive solo, está solo; baja a comprar el pan a sus 92 años y conversa sobre ‘la insoslayable epidemia del coronavirus’. No se aburre, le acompañan sus libros de los que durante su vida se ha alimentado y se alimenta, tanto que la lectura de los clásicos –‘esa maravilla’, nos recuerda- es para él, para todos, una luz en medio de la oscuridad, y advierte: “Debemos estar alerta para que nadie se aproveche de lo vírico para seguir manteniéndonos en la oscuridad y extender más la indecencia”.
Esto de ‘aprovecharse de lo vírico’ podemos leerlo, al menos, en dos grandes sentidos: el de las noticias falsas, el de las mentiras y postverdades mil veces repetidas en que se apoyan los que quieren medrar políticamente de la desgracia, con su malignidad y su poder fatal; y, por otro, lo vírico, la enfermedad viral, este virus de muerte; los dos, al final, son uno solo: muerte y mentira, una sola verdad.
Que no nos mantengamos en la oscuridad, que abramos los ojos y los oídos, y sepamos. Que vivamos alerta porque no estarlo es, sencillamente, no existir.