Cuando han transcurrido 12 meses de la brutal agresión a Quito por una mezcla de activistas de las organizaciones indígenas y la delincuencia correísta, sin que haya ningún condenado, es clara la invitación a seguir destruyendo la ciudad. Así ocurrió este 12 de octubre cuando una turba pretendió derribar el monumento a Isabel La Católica, erigido en la calle Madrid y avenida 12 de Octubre, a pretexto de conmemorar los acontecimientos de hace un año y los supuestos actos de genocidio de los que se acusa a los españoles que vinieron a América. Salvo un 7% de la población, que en el censo se declara india, todo el resto proviene del mestizaje con mayor o menor prevalencia de lo europeo o lo local. Y a España, Iberoamérica le agradece la cultura, el idioma y la tradición. Más allá de excesos, que sin duda hubo en la época (España estuvo invadida por los musulmanes 800 años) se dio lugar a una rica amalgama que ahora es parte de los cerca de 600 millones de seres humanos que hablan castellano.
En este nuevo atentado contra la ciudad, están los dirigentes indígenas Iza y Vargas rodeados de los desadaptados de siempre, que han pintarrajeado el monumento y trataron de echarlo abajo. Los mismos personajes comandaron en octubre de 2019 la destrucción del centro histórico, el cierre de vías, el acceso al aeropuerto, el secuestro y maltrato de periodistas, policías y miembros del Ejército, la toma de empresas industriales y florícolas, el corte del servicio de agua potable en Ambato, el incendio de la Contraloría y los desmanes y saqueos que aterrorizaron a Quito por más de 10 días. Vargas dijo haber ordenado cerrar los pozos de petróleo y llamó a los militares a desconocer al gobierno de Moreno, a quien cobardemente llamó “patojo de m…”. A tal punto llegó el intento de golpe de Estado, que, pasadas un par de semanas, Correa calificó de traidores a los indígenas, por no haber persistido en el acuerdo para la toma del poder. Prueba evidente de que las protestas de octubre tuvieron por objeto crear el caos social, hacerse del gobierno e instalar una nueva Asamblea de plenos poderes – asamblea popular la habrían denominado- para dejar sin efecto los juicios penales que han condenado a Correa, Glas y parte de la banda a largos años de cárcel y la prohibición permanente de desempeñar cargos públicos.
La Policía, como es su deber, ha actuado para evitar nuevos atropellos a la ciudad. Los eventuales excesos de la fuerza pública, hay que juzgarlos frente a la violencia armada que debió enfrentar, en la que sus miembros fueron vejados y amenazados de muerte. La Policía fue el puntal para mantener el orden constitucional, que pretendieron echar abajo indígenas y correístas. La aplicación estricta de la ley, sin considerar el sujeto, es condición sine qua non para una sociedad civilizada.