Todos tenemos un lado flaco, y el mío es un poliedro de cien caras. Una de ellas es mi debilidad por la música; otra, mi tendencia a reducir la plástica a discurso racional. Pero no siempre lo consigo: cuando las obras no son de las que complacen mis sentidos ni favorecen la búsqueda de la verdad escondida en las formas, pierdo el piso racional, es decir, los referentes seguros.
A este género de conmociones pertenece mi reacción ante el arte de Carole Lindberg, la artista nacida en Illinois y afincada en el Ecuador desde hace muchos años, seis de ellos envuelta en ese misterio insondable que es la selva amazónica. Ella y su arte han sido dignamente homenajeadas por Marco Antonio Rodríguez en un libro que apareció en junio de 2019. Para hablar con propiedad, Marco Antonio es en este caso el editor: la autora del libro es propiamente de Carole, porque suyas son las obras cuyas fotografías llenan las 170 páginas bellamente impresas.
Los textos de Marco Antonio, más cercanos a la poesía que a la crítica, son como el acompañamiento que hace posible un concierto. Carole es magistral en el dibujo. Sus rostros, sus cuerpos, su abundante bestiario han sido trabajados con precisión y delicadeza. No obstante, ella no se ha detenido en la apacible representación de figuras trazadas con dibujo impecable: como si al pintar fueran saliendo de su mano todos los demonios que habitan en toda conciencia creadora, sus cuadros han ido llenándose de monstruos. Al mirarlos, uno puede pensar en el Bosco y sus abigarradas alegorías, o en el mundo alucinado de Kafka, el descubridor de lo siniestro –es decir, el descubrimiento de aquello que habita en el corazón de la vida, pero debió seguir oculto para siempre.
Entre todas las imágenes que aparecen en el libro, hay una que ha llamado poderosamente mi atención. Titula “Encuentro en Mi bemol” y es un dibujo iluminado con acuarela (p. 92). Presenta una mujer joven cuya mano izquierda parece contener el movimiento de la derecha, mientras una máscara se desprende de su rostro: es una máscara que tiene su propia expresión, indudablemente maliciosa, aunque el rostro se acerca más a la expresión resignada. Y detrás de la muchacha, coloreada en un gris atravesado por algo como las nervaduras de una hoja, aparece otro rostro, quizá como el yo profundo de la muchacha, y le lanza una mirada lateral con la expresión de la insidia. ¿En qué pensaba al componer esta sobreposición de imágenes? No lo sé, tal vez nunca llegue a saberlo; pero como la obra de arte solo cobra sentido cuando es contemplada y descifrada, yo veo una representación simbólica de lo que solemos tomar como la cultura ecuatoriana: una cultura cuyo mayor atributo es el ocultamiento, el disfraz, el simulacro, esa vana operación de presentarse ante sí misma como otra. ¿Cuál es la verdad de ese rostro? ¿la resignación, la insidia o la malicia?