Le vi por última vez hace dos o tres años. Algo en su rostro le daba el aspecto de un santo, o un sabio, o más bien, de un profeta. Su mirada azul tenía la misma intensidad de otros tiempos y su voz sonaba tan irónica como en sus buenos momentos. No intercambiamos el informe de dolencias y achaques, como hacen los viejos, pero nos prometimos llamarnos porque sentimos que no estaban muertas, sino apenas dormidas, las ilusiones de nuestra adolescencia, cuando la muerte era apenas un tema para filosofar en clase y la literatura un pretexto para pasar el tiempo. Pero no nos llamamos. Los días vinieron sobre nuestros deseos y repentinamente se han detenido frente al muro invisible que ahora nos separa. “Santiago” –le llamo, pero no me responde. “Santiago” –repito, y la memoria ilumina los viejos lugares.
Fue un gran jurista, de esos que alcanzan con su saber la venerable condición de tratadistas. Escribió muchos y sabios libros. Fue maestro también, y Enrique Ayala le ha identificado como uno de los puntales que ha tenido la Universidad Andina Simón Bolívar desde su fundación, hace ya treinta años. Lo fue por su talento, su amplísimo saber, la firmeza admirable de su excepcional voluntad, y sobre todo su noble lealtad. Quienes le conocimos desde antes lo sabemos muy bien.
Al comienzo fuimos tres: Santiago, Raúl Velasco y yo. Juntos en los bancos escolares, iniciamos también juntos la ardua empresa de estudiar el Derecho. En aquel tiempo, por vivir en el centro, Santiago y yo solíamos detenernos en el Pasaje Royal, que aún no se había derrumbado, y nos instalábamos en el café Austria para medir los sueños y las incertidumbres. Pero yo decidí separarme para empezar por mi lado mi aventura en las letras. Hace algunos años, cuando él llegó a ser magistrado de la Corte Suprema, nos encontramos un día y después de los abrazos nos hicimos las bromas como en los buenos tiempos. “De manera que, si yo hubiera seguido el Derecho, también estaría ya de magistrado” –le dije entre risas. “Ya ves –me contestó–ahora no estás por haber seguido el izquierdo”. Y sus palabras tenían la picardía del doble sentido.
Pero ahora se ha ido. Se me ha ido y descubro que, aunque en distintas rutas, nunca estuvimos lejos. Raúl, el tercero del trío, me ha llamado para compartir la congoja. Hemos recordado juntos los tiempos escolares, pero sobre todo los últimos años del colegio, cuando un buen maestro nos llevó de la mano a recorrer las páginas de Homero y Platón, de Dante y de Aquino. Y pensé que un día también nos iremos, y que entonces, una vez más, estaremos juntos los tres amigos de los años dorados. Juntos de nuevo, inevitablemente y para siempre.
Se ha ido mi amigo, mi hermano. Se me ha ido. Se llamaba Santiago Andrade Ubidia; era un gran jurista, pero ante todo era alguien que sin vacilación mereció el máximo galardón que se puede alcanzar en este mundo: el de ser llamado un hombre bueno.