Sucede lo mismo en todas las iglesias: sus fundadores escriben textos rigurosos que contienen proposiciones respetables, porque no son el fruto del capricho sino de profundas, prolongadas y a veces tortuosas meditaciones; pero al pasar el tiempo, esas mismas proposiciones, convertidas en vulgares catecismos que se aprenden de memoria sin conexión alguna con la vida, se transforman en lugares comunes carentes de sentido, y solo llenas de vacío.
Así ha sucedido, por ejemplo, con las declaraciones de la fe redactadas en el Concilio de Nicea (325 d.C.), que hoy los falsos creyentes recitan abreviadas sin saber lo que dicen. O con las proposiciones que presentó Jan Hus ante el Concilio de Constanza (1414), y que todavía hoy se repiten en Bohemia como un testimonio de su lucha por la existencia nacional. O con las proposiciones que Lutero clavó en la puerta de la catedral de Wittemberg (1517), que hoy sus falsos seguidores utilizan para justificar conductas que hacen de la fe una coartada.
Así sucede también con el marxismo, convertido por sus falsos adeptos en una religión que tiene sus textos sagrados, sus pontífices, su clero y su intocable santoral: allí donde Marx expresó rigurosos principios de una interpretación de la historia que es digna de respeto, reflexión y crítica, sus fieles solo encuentran un pretexto para la más escandalosa incoherencia.
No exagero: como todo el mundo sabe, Marx conservó la dialéctica de Hegel después de haberla “puesto sobre sus pies”, y escribió “realidad concreta” allí donde Hegel había escrito “Espíritu”. De este modo, Marx construyó su teoría de la historia sobre la base de la “oposición de los contrarios”, de la cual debe surgir una nueva realidad. Si el poder es la tesis (o momento positivo del proceso), la revolución es la antítesis (o momento negativo). De ese choque, debe surgir algo nuevo, es decir, un nuevo poder (negación de la negación).
El problema se presenta cuando este esquema se convierte en algo elástico y cambiante para ser aplicado según las circunstancias. Cuando los colombianos salen a la calle, es el pueblo en el umbral de la revolución: hay que aplaudirlos. Pero cuando los cubanos salen a la calle son la “contrarrevolución”: hay que reprimirlos. ¿Por qué? Porque en el primer caso hay un gobierno de derecha, cuya represión es necesariamente “criminal”, y en el segundo, la represión es “justa” y necesaria porque hay un gobierno que se autocalifica “de izquierda”. ¿Lo es? Quizá lo haya sido hace sesenta años, pero después de tanto tiempo, el hambre y el exilio de los ciudadanos lo han configurado como un nuevo poder tiránico, tan detestable como lo fue el de Batista. Algo parecido sucede en Nicaragua, donde la sombra de Somoza gravita sobre la misma persona que en otro tiempo fue su presunto vencedor.
O sea que la lógica y la dialéctica han sido sepultadas, y solo ha quedado una larga piel de camaleón.