Acontecimientos y personajes que nos llenan de vergüenza, abominables por la mezquindad que esconden y porque apestan a codicia, son los que ha decidido historiar Javier Gomezjurado en su último libro: un volumen de 400 páginas cuyo título nos llega como un puñetazo en el estómago: “Historia de la corrupción en el Ecuador”.
El solo hecho de pensar que la corrupción tiene historia basta para poner en solfa ese ingenuo orgullo nacional que nos fue inculcado desde los años escolares. Como dudando de que eso sea cierto, acudimos entonces al índice y nos encontramos con que la corrupción tiene ya una larga data. Empieza en la época colonial, “plagada de rapiñas, explotación, sustracción de bienes públicos y de impuestos, venta de cargos, actos de acoso sexual, amenazas, venganzas, traiciones y robos de variada índole”, como dice Enrique Ayala en el prólogo de la obra. Sigue con la Independencia y la República, y llega hasta nuestros días, dejando una estela en la que van quedando los nombres de (voy citando al acaso) Flores, Veintimilla, el terremoto de Ambato, la chatarra militar, Cedege, el petróleo, las muñecas de trapo, Ecuahospital, el avión Fokker, Ran Gazit, Flores y Miel, el notario Cabrera, el caso Diezmos, los carnés de discapacidad, el reparto de hospitales, la feria de la pandemia y mucho más.
Vuelve entonces a mi memoria un retazo de mis remotos estudios humanísticos; un retazo que estaba perdido entre la urdimbre de los años: pertenece a Cicerón y dice “Historia testis temporum, lux veritatis, vita memoriæ, magistra vitæ, nuntia vetustatis” (De oratore, 2,9,36), o sea: “La historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad”. Quizá nada falta en esta sentencia memorable, y quizá toda ella permita a los historiadores inflar el pecho con un justificado orgullo por su oficio. Gracias a ellos podemos conocer los hechos que ennoblecen nuestro pasado (el Diez de Agosto, por ejemplo), pero también aquellos que nos llenan de vergüenza (digamos, al azar, la llamada “venta de la bandera”).
Es bueno recordar a este propósito que, si un pueblo olvida su historia, está condenado a repetirla. Por eso quiero felicitar a Javier, cuyo trabajo minucioso y responsable nos permite recordar el lado abominable de la historia para no repetirla. Quiero felicitarle por su valentía, porque sé que para nadie es fácil escribir lo que él ha escrito. Con absoluto respeto a la lógica, detrás de cada afirmación se encuentra un documento, lo cual es prueba de honestidad intelectual y de la veracidad de lo afirmado. Por eso su libro es un testimonio de los tiempos. Es la lección de los tiempos pasados. Una lección que debemos aprender. La aprenderán, sin duda, los discípulos de Javier, que no son pocos; hay que desear que la aprendan también aquellos que parecerían empeñados en continuar la abominable tradición.